jueves, 1 de agosto de 2013

La puerta de la vida

Es 1 de agosto. Comienzo mis vacaciones. Y lo hago con algún entusiasmo que, no oculto, puede estar tamizado por el innegable efecto de quince días marcados por uno de esos expedientes de regulación temporal de empleo sólo digeribles por tratarse de una medida consensuada (qué remedio!) y porque el subconsciente, a veces dispuesto a echar un cable a mi ánimo, me ha sugestionado con la idea de disfrutar de mes y medio de asueto.

Y, con todo, aceptando de mil amores 'pulpo como animal de compañía', vuelvo, como el tonto a la vereda, a mi propósito vacacional. Es, en efecto, 1 de agosto. Las cosas siempre pueden ser mejor, pero no están del todo mal. Así, mientras suelto el libro que leo, miro esa puerta de casa que durante todo un año me ha visto salir, antes que estén las calles puestas, para ir a la radio a contar historias de esta ciudad que tanto me duele.

Acostumbrada pues a esas presurosas salidas, la puerta de casa se dispone a abrirse hoy para cambiar el sino de un traspaso del umbral que, esta vez, me lleva a la playa. Pese al levante. Curioso sino el de ese paño de madera que ve al 'juntaletras' con un aire distinto. Raro perfil el del portón que hace un guiño a las jambas para mostrar al Gaby de los ratos roteños y los baños de mar, sol y arena. De esto último es día hoy especialmente.

Estoy leyendo 'El mendigo alegre', una muy buena historia de San Francisco en la que la recreación del marco noble de la vida del Poverello de Asís resulta, de la mano del berlinés Louis de Wohl, de una belleza descriptiva que me atrapa. Los detalles de la vida medieval de aquella Italia que aún no lo era, la de las ciudades-estado enfrentadas comercialmente, tienen cabida tanto en los gozos como en las muchas sombras del momento histórico.

Embebido en esta lectura con afán veraniego es que encuentro lo que ciertas reminiscencias paganas coexistentes con las muestras de fervor de la época ponen de manifiesto en la arquitectura que la nobleza exhibía en sus viviendas. "La casa de Pedro Bernardone tenía tres puertas: la de entrada, la del almacén y la de la muerte, que sólo se utilizaba para sacar el cuerpo de un miembro de la familia cuando se producía el tránsito supremo", leo.

Esta última puerta estaba tabicada, como para evitar que entrase el único 'huésped' que podía usarla: la Muerte misma. Y no he podido evitar mirar mi puerta. La única que tengo en casa y por la que, en su día, habrán de entrar y salir, bueno o malo, todo y todos los que deban hacerlo. Y, así como ha visto cruzarla en tantas mañanas de inicio de mi jornada laboral al Gaby estresado, hoy lo hace con otro bien distinto. Lo aseguro.

La puerta de la vida es, por tanto, ésta que augura un mes completo con otro tono en el ánimo de quienes la crucen cada día. Y ello especialmente por mi parte que, pese a la costumbre aportada por la paralización previa a la que el ERTE me ha obligado, hoy la miro con otros ojos más complacientes. Ya llegará septiembre, con su cosecha de uva beba o de riparia según los casos. Que de nuevo habrá de todo en la viña del Señor.

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