Hace poco más de
un año apareció en mi existencia alguien luminosa en quien no sólo sonríe su
boca, lo hace cada detalle de su rostro a poco que se le da pie a ello; un
talante lleno de esperanzas, curiosidad y pasión por la vida que sorprende por
la transparencia de su alma, por la claridad de sus intenciones, por la
exquisitez de su trato, por la simpatía, por la capacidad de sacrificio;
alguien con tantas cosas que dar a quien tuviera la fortuna de ser su elegido
que lo difícil es estar a la altura.
Ya sabía de ella,
de Carmen. Pero la relación puramente profesional entre periodista y presidenta
de la Asociación de Parkinson no sugería que ocurriera más que aquello que, eso
sí, me puso en contacto con la situación de unas personas que a diario luchan
por una calidad de vida que sortee en la medida de lo posible sus problemas de
movilidad y de otra naturaleza con gran voluntad, compromiso de sus familiares,
la medicación correspondiente y las terapias generadas desde esta entidad.
La pérdida de
dopamina, las necesidades de levodopa, la aparición de las discinesias, la
rigidez, los parones, los riesgos de la ingesta de proteínas en según qué
momentos del día, el agarrotamiento en los pies... Todo ello comenzó a hacerse
presente en mi vida con una curiosidad que, desde hace algo más de un año, es
mucho más que puro interés periodístico. Nada de todo ese conocimiento que
arribaba a mi vida invitaba a otra cosa que a seguir profundizando en una relación
cargada de responsabilidad.
Nunca me paré a
pensar más allá de lo que el corazón dictaba. Sólo lo hacía para intentar
conocer una realidad en la que ya me veía con necesidad de estar a la altura.
Pero cómo estarlo sin que, por ello, deje de ser una relación entre iguales?
Cómo establecer en la relación horizontal que creo fundamental para el éxito de
toda pareja las claves de la existencia de un tercero en discordia, el
Parkinson? Es posible el amor entre iguales cuando una de las dos partes aporta
semejante acervo sintomático?
Hace unos días he
completado con Carmen el Camino de Santiago. Sueño antiguo mío, reto para ella,
responsabilidad por la que someterlo a las exigencias de trece días
consecutivos caminando desde León a razón de veintitantos kilómetros diarios. Y
el Parkinson se hizo presente, claro que sí, pero por medio de los hastags de
nuestras camisetas (#3enelcamino y #pkjerez) más que por una incidencia que
resultase mucho más molesta a diario que para cualquier otro peregrino cansado
y con ampollas.
Cuando de éstas
últimas ella cosecha dos y yo cuatro, qué indica que los movimientos de una
favorezcan, Parkinson mediante, mayor vulnerabilidad que los del otro? Item
más, en los primeros días llegaba la subida al Monte Irago en una jornada en la
que, tras almuerzo en Rabanal, tocaba subir a Fondebadón afrontando un repecho
en el que ella tiró de mí hasta alcanzar la cota de 1.500 metros. Consta en mi
Diario del Camino tan espléndido rendimiento así como mi perplejidad, mi
agradable sorpresa por ello.
Pero iba preparado
para cuando tocara lo contrario. Qué podía hacer yo entonces? Hasta donde podía
ser algo más que mero testigo cordial de cualquier episodio? Mi capacidad de
planificación ayudó en la configuración de etapas que, fijadas las horas de tomas
de medicamento y las de ingestas de alimento en función de las necesidades
marcadas por el momento de las pastillas, ayudaron en un momento que unía al
ejercicio peregrino nuevos neurólogo y horarios para la medicación. Algo era
algo.
La situación era
que, a razón de cuatro horas y media entre pastilla y pastilla con respeto a la
ausencia de comida alguna una hora antes y una hora después de cada una de
estos encuentros de Carmen con la levodopa, no era fácil en marcha que los
momentos determinadas para las ingestas alimenticias pudieran coincidir con la
presencia en una población o con las circunstancias mejores para ello. Sobre
plano, sin embargo, pudimos ir tomando las mejores decisiones en cada caso.
No era poco. O eso
creemos. Finalmente ello, el orden inquebrantable en los horarios así como
atención a cualquier insuficiencia física que tuviera y grandes dosis de
serenidad y otros estímulos que le evitara tensiones innecesarias y generaran
todas las felicidades puntuales a mi alcance, parecían mucho. El resto se lo
dejamos a la levodopa, a la alimentación puntual y al descanso necesario y
reparador. Y a algo más: el amor, que en algún sitio leí que ayuda ante el
Parkinson. Comprobado está. Creo.
Desde que conozco
a Carmen creo, en mi insuficiente conocimiento aún del Parkinson o de qué está
en mi mano para que mi presencia junto a ella fuera mucho más que la de mero
espectador de síntomas, que si en algo puedo incidir es en su estado anímico. Intento
siempre ser generador de serenidad en su entorno cuando llegan las discinesias
o los parones. Si su reacción emocional a las limitaciones físicas inevitables es
la más positiva quizá yo pudiera convertirme en sostén de su habitual
positividad.
Llegábamos a
Ponferrada el día en el que el esfuerzo físico alcanzó su punto más álgido.
Caía la tarde en el puente sobre el río Boeza y el albergue apenas si estaba a
dos kilómetros. Pero no era posible mayor rendimiento que el ya cosechado tras
bajar esa mañana desde la Cruz del Ferro por ese camino de cabras que, en los
pocos kilómetros que llevan hasta El Acebo, hace descender en sólo un puñado de
kilómetros un total de mil metros de altitud sobre una cruda vereda llena de
piedra de pizarra.
Atrás quedaban
Riesgo de Ambrós y Molinaseca y Carmen respondía con fortaleza evidenciada en
su cara, aunque la procesión ya iba por dentro. Ponferrada en el horizonte (ya
lo estaba cuando a las once de la mañana bajábamos las estribaciones del Irago)
nos enseñaba el final de la ruta de ese día cuando, asomados al Boeza, llegó
uno de los peores episodios con los que daba la cara el Parkinson: los dedos
agarrotados retorcían los pies sin que fuera posible más que mi serenidad y
paciencia.
No sólo nos ha
permitido el Camino de Santiago poner a prueba los problemas de salud frente a
tan exigente compromiso físico. También me ha enseñado cómo reaccionar y
ponerme a disposición de un estado anímico esencial para que la respuesta
física a la dificultad llegara del mejor modo. Y, además, las experiencias más
rentables en términos de unión entre dos personas que, en esas circunstancias,
afrontan su existencia con la confianza puesta en la prosperidad del proyecto
de vida que fraguan.
Ahora lo que ha
sido bueno en el Camino de Santiago debe seguir siéndolo a lo largo de la vida
normal y cotidiana. O no? Hete aquí, sin embargo, que aún en estos días en que
escribo sufrimos, ambos, un extraño síndrome por el que las rarezas desde que
nos quitamos mochilas y botas nos tienen necesitados de resortes por los que
recuperar aquello que fuimos. Nos pasa a todos. Cómo le afecta a ella? Cómo
reacciona el Parkinson, que tan bien respondió a la dura experiencia, cuando ya
toca normalidad?
Ella acude al
encuentro con la cotidianidad sin que falte un punto de desánimo, de decepción
por la vuelta a lo que llaman normalidad, de melancolía por lo vivido y hasta
de morriña adoptada del carácter gallego que traemos revestido en nuestro
regreso a Jerez. Incluso si ha de rehacer horarios de tomas ante las coyunturas
diarias que vuelve a acometer es un dilema. O si su vida de siempre puede
empaparse de valores del Camino como el sosiego o la dedicación plena al
presente. Ya llegará mañana.
El caso es que uno
de los aprendizajes fundamentales del Camino quizá sea que no podemos
devolvernos al hastío de una normalidad que no adopte algunas de las trazas
experimentadas en la experiencia jacobea. Cómo olvidar, en aras de la
cotidianidad, que Carmen tiene la capacidad de tirar de mí en repechos como el
que nos llevó a Foncebadón? Pues quizá no se deba hacer dejación de seguir
asumiendo todo aquello que el cuerpo nos pida. Porqué no nos tiramos ahora en
paracaídas?
Ya hemos decidido
que haremos cosas sorprendentes desde este momento. Y ello no porque haya nadie
a quien debamos causar admiración por el tono que la vida de una persona con
Parkinson adopta con reestrenado vitalismo. No. La cuestión es que lo que
procede es vivir con intensidad ante aquello que sólo desde la intensidad
manifiesta las dificultades que, en el Camino o en éste otro que nos hace
peregrinos de la vida, asumen cada día las personas afectadas por esta
situación de causa neuronal.
Carmen asegura que
su amigo especial está entristecido desde que todo acabó en la Catedral de
Santiago y luego Finisterre. Y ello puede sorprender pero yo doy fe que retos
como éste pueden silenciar los síntomas. Pese a que necesite tranquilidad. Pero
'Peregrino Parkinson' ha ido entretenido. Eso sostiene ella. Eso he comprobado
de algún modo yo. Y ahora, cuando parece incluso enfadado, es cuando uno se pregunta
si no sirvió de nada la experiencia para el modo en que mi pareja asuma ahora su
futuro.
Ser pareja de una
persona con Parkinson es, fundamentalmente, aprender a diario. Y saber que,
pese a cualquier modo de reacción que pergeñemos en favor de la generación de
buenos estímulos, siempre puede llegar una tensión, una discusión, un mal genio
que a uno lo deje en la incertidumbre. Es que ella tiene un carácter
insoportable o es una reacción del amigo de marras? Y, aunque uno quede siempre
en la duda, redoblar el esfuerzo en busca mi mejor respuesta tendrá frutos
siempre.
Por ello hay que atraerse a la
vida cotidiana todo aquello que, en la excepcionalidad, somos capaces de poner
de modo extraordinario por nosotros mismos y por quien tenemos cerca. Si somos
capaces de ello conseguiremos el cumplimiento del objetivo transformador de
nuestras vidas que llevábamos en la mochila. Y dará igual poner ese plus porque
la persona que está con nosotros tenga Parkinson o porque tenemos la necesidad
de abonar a diario el amor que sentimos por ella.
Publicado en https://portal.unidoscontraelparkinson.com/