domingo, 19 de mayo de 2019

Mi paraíso

He visto hoy en la tele uno de esos programas de supervivencia en los que alguien, revestido de las galas del homínido que somos (o sea sin más aditamento que aquello que le haga encontrarse con las herramientas que la naturaleza le brinda), es capaz de desenvolverse sólo en medio de la selva montañosa del noroeste de Guatemala.

Lo mismo entraba en estado de pánico ante cocodrilos y serpientes que, comiendo un ratón vuelta y vuelta sobre las ascuas del fuego, parecía sentirse como un cochino en un charco. Y a mí, tan de documentales de La 2 de siempre, me ha recordado una vieja frase propia sobre que mi paraíso requiere siempre arboleda frondosa y cauce de agua.

A veces uno encuentra lo que busca, aun cuando no estuviera poniendo empeño alguno en ello y sin tiempo para hacer realidad el sueño del modo que quisiera, que el Camino continúa. Y éste es el caso. Cruza la pontevedresa Caldas de Reis el río Umia llegando, hasta el mismo centro de la población, con el subyugador aspecto que la foto muestra.

El sol se pone a mi espalda resaltando los verdes de esta espesura de la mano de silvas, ameneiros o salgueiros. Son especies autóctonas amenazadas de un tiempo a esta parte por otras invasoras como ese plumacho argentino, también conocida como hierba de La Pampa, del que estos días se ha sabido en otros puntos de la costa atlántica.

El caso es que no sé bien de qué lugar recóndito de mis entrañas sale ese modelo de paraíso que cada vez me sabe más a mi casa. Antes incluso que descubriéramos la ruta jacobea, tan cundida de ecosistemas de tal guisa. Y es ese 'queseyo' cuasi telúrico el que hoy ha aflorado a la vista de la experiencia del superviviente televisivo.

Dijo Nietzsche que el que nos encontremos tan a gusto en plena naturaleza proviene de que ésta no tiene opinión sobre nosotros. Y debe ser verdad. Hay otras 'naturalezas', como la humana, en la que las cosas funcionan de otro modo. La evolución nos trajo a ello y lo que siento ante parajes como éste no debe ser sino llamadas a otro estilo de vida.

viernes, 17 de mayo de 2019

Chocar con la misma piedra

El Pedrón, ara romana en la que dice la tradición fuera amarrada la barca que trasladó los restos de Santiago desde Palestina de la mano de sus discípulos Teodoro y Anastasio, es un buen ejemplo. Lo es de una verdad tangible que se me ocurre a bote pronto mientras la miro: no siempre es malo chocar con la misma piedra. 

De hecho estoy deseando volver a paladear momento tan singular como el vivido en su día en Padrón, bajo el altar mayor de su iglesia jacobea. Los porqués quizá sean cosas mías. O no. Qué sé yo. Lo cierto es que algo tiene la piedra cuando persevera en el tiempo manteniendo en clave legendaria su mensaje.

El desgaste ancestral de lo pétreo, ése que patina de condición añeja cualquier granito, no acaba con el testimonio. Por ello da tiempo a que 2.000 años después ese monolito tenga cosas que decirnos mal que nos pese que el rigor histórico parece haberse desmoronado con más facilidad. Siempre nos quedará la leyenda.

Otras, sin embargo, son las piedras contra las que volver a chocar nos da coraje, nos enrabieta. O, si hemos madurado lo suficiente, podríamos llegar a darnos de bruces sin despeinarnos. Pero lo que dice aquella máxima que nos hace los únicos animales capaces de tropezar en los mismos errores una y otra vez es otra cosa.

Y, con todo, sabéis cuál es la peor piedra contra la que podemos temer encontrarnos? La del miedo a tropezar, la inmovilidad no vaya a ser que erremos, la paralización preventiva. Cuando se te ocurra sacar pecho haciendo gala de la experiencia que impida nuevos errores, nunca olvides que más importante será siempre saber levantarse de nuevo.

jueves, 16 de mayo de 2019

Rosalía siempre

El Paseo do Espolón, que tal y como entra en Padrón el Camino portugués abre la efigie cojonuda de Don Camilo (dos grandes bolas lo escoltan), tiene otro monumento a las letras en el extremo opuesto, el que da la espalda al muro exterior de la nave del Evangelio de la Iglesia de Santiago. Y ella, Carmen, la prefiere al otro. Es Rosalía de Castro. Son otras letras, es otra impronta, otra dulzura.

De un tiempo a esta parte digo que no quiero en mi vida nadie que no haya sufrido. No es colmillo retorcido. Es valoración del fruto de quien aprovecha los palos de la vida para blandir ese pensamiento profundo que enriquece sin apoyarse en naderías, afianzándose en aquello que, de verdad, merece la pena. Y Rosalía, para empezar, asoma a este mundo como bautizada inscrita sin padres conocidos.

"Es más fuerte, si es vieja la verde encina; más bello el sol parece cuando declina; y esto se infiere porque ama uno la vida cuando se muere". Leerle cosas como ésta nos hace entender que hay que ser constante en el empeño de abundar en su obra. Que hay mucho que aprender en sus 'La flor', 'Cantares gallegos' o 'En las orillas del Sar' que es justo donde está su monumento.

Si luego te giras, complacido del encuentro con la poetisa galega por excelencia, hacia la izquierda te encuentras el rio. Contémplalo y escucha, diríase que sus aguas se saben los poemas de memoria. Es más, lo que realmente me parece es que los versos de Rosalía se hubieran licuado para ocupar el cauce que une, a través del Ulla, la ría de Arousa con el mismísimo Santiago de Compostela.

Meses después de aquel Camino siempre nos quedará la encina, tan bella por vieja como por verde. Y el gusto por ese sol que, a esa hora precisamente, se ponía anaranjando los brillos de modo tan especial. Y la vida tan valorada cuando ésta ha avanzado enseñando tantísimas verdades. "Es feliz el que soñando, muere. Desgraciado el que muera sin haber soñado", Rosalía dixit.

miércoles, 15 de mayo de 2019

Aprender a perder lo que ganaste

Vivir es aprender a perder lo que ganaste. Lástima que uno no se da cuenta de ello hasta que la cosa se ha puesto tozuda en el empeño de seguir llenando el zurrón de lo propio. Y aún podría quedar pendiente que la bajada de tensión que alimenta hoy la felicidad no olvide hipotecas con aquellos que son los tuyos y que, sin poder permitirse tu nueva visión cincuentona de las cosas, han de seguir creciendo.

Pero vivir es, cada vez lo tengo más claro, aprender a perder lo que ganaste. Incluso incitarlo. Provocarlo. Alentarlo... Y es entonces cuando coges una camisetilla gris y, con la mochila justa, aprendes esa austeridad que depura viejas ambiciones de tres al cuarto y desvistes al hombre viejo que has dejado por el camino de las galas antiguas cuya apostura adoptada entonces igual hoy hasta me enrojecen. 

Dónde haya quedado, al llegar a esa pintoresca fuente, el impenitente dogmático que fui es un misterio de no fácil desciframiento cuando la pinta mía alcanza la gloria de terminar pareciéndose más a la de la lugareña que friega mirándome entre curiosa y socarrona. Ella me habla del tiempo. Pero sé que pulsa mi aliento, mi ánimo, mi motivación. Y lo hace tan poco pretenciosa que me invita a contarle cosas.

Albert Espinosa es un escritor prolífico que ha conseguido llevar obras suyas a series televisivas de éxito como aquellas 'Pulseras rojas'. Su genio vital, enarbolado exuberantemente en 'El hormiguero', me ha dejado noqueado a sabiendas que sus tres cánceres sucesivos, la ausencia de una pierna, el pulmón perdido o el hígado hecho trizas le han dado más que lo que le han quitado a su salud tantas desgracias.

Acaba de decirlo: "Vivir es aprender a perder lo ganado". Algo parecido me tenía muy dicho mi compañera en la vida, cuyo Parkinson nos deja perplejos regalándonos una y otra vez oportunidades de oro para no desperdiciar ni un minuto en ambiciones memas o ganancias que no alimentan más que la infelicidad. Ella hizo esta foto. Lo vio claro en plena cháchara lugareña con la señora de la fuente.

Su cerrado acento galego, tan dulce sin embargo, me ha generado, meses después de esa parada estival, la fantasía de una conversación que no fuera tan intrascendente como mi gesto, aparentemente más empeñado en cerrar bien la cantimplora y colgarla en el lugar indicado. Ahora estoy convencido que me decía justo lo mismo que Albert y Carmen: "Rapaciño, vivir es aprender a perder lo que ganaste!".

martes, 14 de mayo de 2019

No sin calzarte mis botas

Elige las que quieras. Ahí las tienes. El zapatero de un albergue del Camino de Santiago es depositario de mucho más que calzado y polvo. Dentro de cada una hay el sudor suficiente como para que hagan llegar al curioso el olor del cansancio, del sufrimiento y hasta de las profundas razones que cada uno tiene para revestir sus pies con ellas protegiéndolos y alentándolos en la marcha.
 
Están ahí las mías y también las de mi compañera en la ruta de la vida. Búscalas. Y aunque no las encuentres hazte a la idea que te las calzas y que, sólo sabiéndote capaz de sentir sus apreturas, podrías acercarte algo a la posibilidad de creerte con el derecho de enjuiciar mi camino. No lo hagas nunca sin el previo ejercicio de ponerte en mi piel, de conocer mis razones.
 
Son fundamentales en el sendero, que tantas veces propone tramos, ocasiones, decisiones y circunstancias tan fácilmente criticables como inútilmente dignas de la menor consideración cuando se constata la falta de contraste, de perspectiva, de escucha de aquellas condiciones que obligan, de predisposición alguna a la empatía o a la compasión, que no es otra cosa que 'sentir con'...
 
Sentarse frente al zapatero de un albergue es una gozada, una experiencia muy recomendable. Están los alegres peregrinos que llegan como si no les pesaran los kilómetros y casi las tiran desde lejos entre risas, los que llegan con la piel manifiestamente curtida por la crudeza de la jornada y también los que ni siquiera se atreven a quitárselas por cómo puedan encontrarse sus pies.
 
Sé benévolo. Pero no dejes de mirar. Sé analista. Pero nunca juez. Sé curioso. Pero siempre capaz de ir más allá de las preguntas que te pasen por la cabeza. Sé testigo de tantas actitudes como la vida genera. Pero jamás fiscal acusador de todo aquello que creíste conocer y de lo que el tiempo terminará demostrando que jamás tuviste ni puta idea. 
 

lunes, 13 de mayo de 2019

Un árbol más?

En el bosque de la vida, la arboleda viene creciendo desordenada. O eso me parece a veces. Y eso no es malo. No en balde los elevados con orden y concierto quedan malparados con la consideración de verse como obra humana. Plantaciones programadas, calculadas, repensadas, calibradas, pautadas para que quede cercenado todo protagonismo para el individuo.

El Camino de Santiago da tantas veces para pensar en ello como esa masa arbórea, entre Caldas de Reis y Padrón, cerquita de la ribera del Umia, nos seduce más por adivinar a la Naturaleza dejando aquí y allá las semillas de la vida sin dictados rigurosamente preestablecidos. Y ello es lo que embarga el espíritu del peregrino. En la ruta jacobea y en la vida.

Retomo la escritura rescatando aquellas imágenes de nuestro pasado verano cuando hemos salido de unos comicios y ya estamos ante otros. Y lo hago cansado de aquellos que se empeñan en pregonar que viene el lobo cuando la diversidad del pensamiento democrático tuerce el morro por diestro y siniestro. Sí, en todos los puntos del espectro hay aspirantes a sentar cátedra.

Pero los árboles crecen buscando la luz allá por donde los otros van dejando hueco. O pugnando con el vecino por el mismo punto en la gran copa común que los colectiviza. Incluso no faltan los que se remangan todo esfuerzo para, sin más espíritu que el de sobrevivir, quedar bajo otros que imponen implacables su sombra. Pero si fuera una opción propia...

A veces se nos olvida que somos poco más que parte de ese bosque en el que la vida bulle. También a veces se nos olvida que, aun en medio de la masa verde, cada uno de sus miembros son individuos con opciones propias ante el mundo. Pese a las oportunidades de la socialización para provecho personal. Y, con todo, yo me voy a negar siempre a ser un árbol más. Salga el sol por donde salga!