He visto hoy en la tele uno de esos programas de supervivencia en los que alguien, revestido de las galas del homínido que somos (o sea sin más aditamento que aquello que le haga encontrarse con las herramientas que la naturaleza le brinda), es capaz de desenvolverse sólo en medio de la selva montañosa del noroeste de Guatemala.
Lo mismo entraba en estado de pánico ante cocodrilos y serpientes que, comiendo un ratón vuelta y vuelta sobre las ascuas del fuego, parecía sentirse como un cochino en un charco. Y a mí, tan de documentales de La 2 de siempre, me ha recordado una vieja frase propia sobre que mi paraíso requiere siempre arboleda frondosa y cauce de agua.
A veces uno encuentra lo que busca, aun cuando no estuviera poniendo empeño alguno en ello y sin tiempo para hacer realidad el sueño del modo que quisiera, que el Camino continúa. Y éste es el caso. Cruza la pontevedresa Caldas de Reis el río Umia llegando, hasta el mismo centro de la población, con el subyugador aspecto que la foto muestra.
El sol se pone a mi espalda resaltando los verdes de esta espesura de la mano de silvas, ameneiros o salgueiros. Son especies autóctonas amenazadas de un tiempo a esta parte por otras invasoras como ese plumacho argentino, también conocida como hierba de La Pampa, del que estos días se ha sabido en otros puntos de la costa atlántica.
El caso es que no sé bien de qué lugar recóndito de mis entrañas sale ese modelo de paraíso que cada vez me sabe más a mi casa. Antes incluso que descubriéramos la ruta jacobea, tan cundida de ecosistemas de tal guisa. Y es ese 'queseyo' cuasi telúrico el que hoy ha aflorado a la vista de la experiencia del superviviente televisivo.
Dijo Nietzsche que el que nos encontremos tan a gusto en plena naturaleza proviene de que ésta no tiene opinión sobre nosotros. Y debe ser verdad. Hay otras 'naturalezas', como la humana, en la que las cosas funcionan de otro modo. La evolución nos trajo a ello y lo que siento ante parajes como éste no debe ser sino llamadas a otro estilo de vida.