Vayamos sumando la proverbial intuición femenina con aquella tan propia de esa edad en la que una mujer viene ya de vueltas así como con la generada por la crudeza de una historia cuajada de ejemplares sobreesfuerzos y terminaremos dando con mi madre, por ejemplo. Escucharla es, a veces, creerla fuera de la roá por la que la vida actual circula aunque en otras más bien es ella la que parece dotada de esa sensatez tan respetada en los mayores por las grandes culturas de la Antigüedad.
Esos ojillos casi octogenarios miran la tele y analizan palabras, actitudes y referencias a la actualidad con su personal forma de contemplar realidades que, sin ser nuevas, tuvieron más pragmáticas conclusiones en otros tiempos que lo que ahora nos brindan las circunstancias. Retranca popular y serena visión de las barbaridades que suceden últimamente se dan la mano en ella para concluir de un modo singular y sorprendemente incontestable ni por su hijo periodista que alguno más vale que no se justifique más.
Y cuando ve a Monago en su enésima explicación sobre su credibilidad increíble aún por muchos de nada valen mis insistencias sobre lo razonable que parece cuanto dice, papeles en mano, sobre los viajes atribuibles a su responsabilidad política y cómo aquellos otros personales están más que detallados en los justificantes de su banco. "Pero escúchalo, mamá; yo creo que el hombre se explica bien", digo sin tenerlas todas conmigo pero atendiendo al empeño inconfundible de quien ofrece posibilidades.
"Que deje de ponerse bien puesto", esgrime sin que por ello haya traza ideológica de fondo porque a la hora de cogerles en renuncios mi madre es tan hábil con el presidente extremeño como con Pablo Iglesias o Alfredo Rubalcaba. Y no puedo evitar pensar que escenas similares están ocurriendo en tantos hogares en los que, hasta el gorro de ver dónde cae el corrupto del día, cuanto se explica en la tele termina siendo juzgado sin mayor contemplación desde el sofá de casa. Aunque tuviera razón el susodicho.