lunes, 23 de abril de 2018

Entre lo sublime y lo mundano

Es el Día del Libro. Razón de más para no esperar a terminarlo y mostraros ya el que ahora nos traemos entre manos. Vuelve Saramago a complacernos. Y lo hace con un delicioso entretenimiento sobre la historia del XVIII en ese país maravilloso que al autor ofrece todo un catálogo de las grandezas y pequeñeces del género humano.

Tuvo Portugal un rey al que la riqueza de sus colonias, tan mal repartidas que a Juan V le pesaba el bolsillo tanto como su creciente megalomanía pese al hambre ajena, le condujeron a dotarse de su propio Versalles en Mafra. Y se novela aquí con una extraordinaria mezcla de realismo y gracia, de mundanidad y prosapia regia.

Pero Saramago subraya más, como parte sustancial de la parodia de semejante grandilocuencia, la intención de hacer convento para 300 frailes en aquel conjunto arquitectónico que la de crearse el palacio pretendido. Y la historia funciona porque uno reencuentra al país que conoció y también la historia que una vez aprendió.

Érase también la gente que lo construyó ilustrando tales situaciones que, descritas como sabe el autor, a cada párrafo corresponderá un mínimo de una sonrisa, cuando no una carcajada. Así, érase una vez el soldado manco Sietesoles y su mujer Blimunda, cuyos poderes ocultos desocultan las entrañas de todo el que pasa ante ella.

Y érase el cura que quería volar y murió loco. Y la famosa passarola confundida con el mismísimo Espíritu Santo mientras protagonizaba su única estampa en el firmamento. Y un músico con su clavicordio. Y aquellas calles de la Lisboa receptora, por el estuario del Tajo, de las gracias coloniales. Y lo mismo beatas que buscavidas.

Todo esto, leído además en pareja, reporta viva voz la excelencia de un gozo incomparable que jamás entenderán quienes, por no atreverse a entregarse a la lectura, seguirán buscando quizá sin éxito en otras actividades sin tal fuste ni la capacidad de evasión de páginas como éstas. Feliz Día del Libro. Atrévete, no te arrepentirás.

domingo, 1 de abril de 2018

Piedra corrida, sudario en el suelo

Huyendo de tinieblas vengo siendo eterno converso. Por ello, esta noche de piedra corrida y sudario por el suelo, quiero hacer de mi palabra el lucernario que achique sombras que aún quedaran.

Y, al precio de la prosa reflexiva, naveguen las verdades del naufragio. No haya rastro alguno que señale las marcas del salitre y la marea, elegías certeras del cruento combate de la edad.

Las llamas crepiten la derrota, en el cubo de cinc de tal reducto, de las tablas que incandescen la memoria de los clavos y martillos que violaron la limpia nobleza del madero que esta noche arde.

Albricias de una gloria que adolece de pasiones que dobleguen sin demora creyéndose caminos que a otro tocan y que osan calibrar sin calzarse botas de la talla de aquél a quien invocan.

Pero el que resucita tapa bocas sin altanería farisea. El que alza su planta del sepulcro silencia la patraña y la falacia. Quien abandona la muerte goza y da gozo al inerte del alma que clama vida eterna.