Cuando el Padre Quevedo, tan conocido en la órbita rociera y multipregonero de la Virgen, oficie este mediodía la misa en Canaliega, a la salida de Doñana, más de cien personas habrán cubierto a pie los cuarenta y tantos kilómetros que separan la desembocadura del Guadalquivir de la Aldea de El Rocío. Habrán cumplimentado, a falta de ver a la Virgen en el santuario, la Peregrinación Andando que organiza cada noviembre la Hermandad del Rocío de Jerez.
Pero no será una edición cualquiera. Así como diversas cofradías de la ciudad vienen conmemorando otros tantos aniversarios, también ellos cumplen uno, el vigésimoquinto de una iniciativa de la junta de gobierno que presidía, como hermano mayor, Felipe Merino en aquel 1985 en el que un puñadito de pioneros se echaron al camino. A las ocho de la mañana partió, ayer, el grupo desde Santo Domingo y, embarcados en Bajo de Guía y transcurrido la mayor parte del camino, han pasado esta noche en Palacio.
Sin faltar un sólo año
Conversar con alguno de los poquísimos que han realizado el camino durante los veinticinco años que se cumplen este fin de semana es abundar en todo un abanico de hechos insólitos, sorprendentes o, cuanto menos, graciosos. Manuel Vázquez, cofrade de la Coronación y uno de los impulsores principales de la peña De la Albarizuela a El Rocío, es uno de ellos. Y su relato constituye un interesante aprendizaje sobre lo recomendable, sobre las dificultades e, incluso, sobre los riesgos.
«Difieren mucho los primeros de los actuales», reconoce, en primer lugar, señalando en el número de peregrinos una de sus razones: «En aquel año 85 íbamos entre 35 y 40 personas andando», recuerda. Y ello al punto que no hizo falta ninguna de las barcazas de la empresa concecionaria del embarque en Bajo de Guía: «Bastó con una barca normal». La masificación trajo, años después, alguna merma de aquel encanto inicial: «Ha perdido, de alguna forma, la intimidad que tenía».
Mil y una anécdotas
Vázquez acude a la memoria -y a una agendilla con apuntes entrañables- para buscar las anécdotas que estos veinticinco años han generado. Así, no se olvida el año en el que el recordado padre Agustín López, dominico entrañable que fue alma del rocierismo jerezano durante los años ochenta y noventa, insistió tanto, en sus oraciones, en la necesidad de agua que no acabó la peregrinación de ese año sin que una insistente lluvia llevara a los peregrinos a recriminarle -de broma- tanto empeño.
Y también se recuerda aquella señora silente, por promesa, que cruzó Doñana aguantando el calificativo de «muda» que desmintió, a la llegada a la Aldea, con la bronca de quien acabó verdaderamente jarta de la mencionada referencia. O Papanatas, también recordado rociero que dio toque otoñal a su avituallamiento y, cargado de castañas dispuestas para ser asadas, lo hizo también con una que no había dado tiempo a sajar antes y explotó mientras era asada convirtiéndose en proyectil contra su boca.
El jabalí de La Raya
Cuenta Manuel Vázquez todos estos acontecimientos con la veracidad de los detalles pero destilando el tono que evidencia trazas de leyenda que el rigor de las anécdotas no merecen. Pero que se agradece. Y un ejemplo es el encuentro que él mismo y Rafael Caballero, conocido rociero que ha ejercido cargo en juntas de gobierno, protagonizaron con un jabalí que, en la soledad de La Raya, se plantó ante ellos asustando al segundo quien, con su actitud, alentó la carrera contra él del animal.
Hablando de animales, tampoco olvida el relator de tantas historias, gran amante de la ornitología por cierto, aquella «culebra de escalera» que debió ser retirada del camino con exquisitez proteccionista aunque con susto generalizado. O aquellos gamos que, al ser rodeados para mejor ser apreciados, no contaron con más vía de escape al sentir la cercanía humana que la que les llevaba contra las tiendas ya instaladas para pasar la reparadora noche tras el duro camino.
Perdidos en Doñana
Las historias de peregrinos perdidos en el Parque Nacional son un clásico en este anecdotario. Vayan dos ejemplos. Iba Manuel Vázquez con el difunto Antonio Camacho cuando, estirado el grupo de peregrinos y sólos ellos en el Cerro de los Ánsares, comenzaron a desviarse del camino de modo inconsciente. Ni apreciar un cierto frescor fruto de la proximidad de la mar les apercibió del error que estaban cometiendo. Hasta que se toparon con la misma playa del Coto, claro.
Otros participantes en la Peregrinación Andando de la Hermandad del Rocío, en similares circunstancias, pueden llegar a perder los nervios de modo que no falten iniciativas rayanas lo delictivo: es el caso de un peregrino que se vio sólo, perdido y, a una cierta altura de su peripecia, ante un vehículo de la Guardería Forestal, abierto y sin conductor aunque con las llaves puestas. No es necesario explicar que no dudó tomarlo prestado para encontrar al resto de peregrinos.
Dos noches en el Coto
Y está también el año de la probatura de dos noches en el Coto, las goteras en la tienda maravillosa pero mal instalada, el retraso del embarque por la niebla que marcó el ritmo de marcha posterior, la copa reparadora ofrecida a quienes no podían encontrar en el vino fiesta sino el necesario calor de un día aciago de agua, la brecha en la cabeza que hizo desandar el camino entre Marismillas y Malandar para encontrar al médico pese a llegar el primero.
A esta hora ya hay otro puñado de anécdotas que se sumarán a las cosechadas durante un cuarto de siglo de Peregrinación Andando que se conmemora sin más celebración que la presencia, este mediodía, ante la Blanca Paloma.
(La Voz, 15-11-09)