Sin ánimo de bobadas poéticas, he de reconocer que me encanta la llegada del otoño. De hecho, para mi gusto, no hay nada peor que abandonar las fechas más relacionadas con el asueto si lo hacemos en una interminable suerte de transición inacabable. Así, por ejemplo, no voy a la playa ya en septiembre. Y es el instinto de pasar página más que otra cosa.
Pues ya está aquí. Esta noche, si Dios quiere, a las 22 horas 44 minutos según el cálculo del Instituto Geográfico Nacional, llegará la esperada estación a la península. Tenemos por delante, a partir de ahí, 89 días y 29 horas de tiempo otoñal en el que materializar lo que para mí no es más que sinónimo de normalidad, de seguir al pie del cañón.
Me provoca una sensación extraña no estar predispuesto a ello, esa inquietud generada por la actitud paralizante de las vacaciones a veces proyectada de algún modo sobre la primera quincena de septiembre en vistas de que los niños aún estaban sin curso escolar iniciado o la nueva temporada de radio aún está poniéndose en marcha.
Superado todo ello, ver encantado que las hojas caen, que el cielo se nubla o que peligra mi integridad en la moto cuando caen las primeras gotas de lluvia es un verdadero placer digno del mejor disfrute. Es ese extraño gozo del que, en el fondo, no quiere más que seguir adelante, mantenerse en la rueda de la vida con sencilla normalidad. Para qué más.
Joan Manuel Serrat – Balada de Otoño
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