Anoche me acordé de Jerez 2002. Qué curioso, fecha tan parecida a 2020 que como 2012 y 2016 pasa al baúl de las esperanzas rotas para los deseos olímpicos de Madrid. La viñeta de Mora, anterior al primer descarte en Buenos Aires por parte de los miembros del COI, me ha arrancado una sonrisa (maldita la gracia, pero así son las cosas) y también una reflexión: las medallas hay que buscarlas en otras pruebas que la vida está generando a diario a las familias españolas, tan castigadas.
La posibilidad de unos Juegos Olímpicos que nos ayudaran a salir de la situación económica del país, cuando para entonces sería un escaparate con el que celebrar que el esfuerzo al que la crisis nos somete llegó a su final, no era más que una entelequia si se piensa un poco. No nos puede durar tanto la crudeza que sufrimos como para esperar a Madrid 2020. Espero. Es más... ¿de verdad iba a ser palanca de algo que mereciera la pena en ese terreno? Y conste que, como buen aficionado al deporte, me he llevado un palo.
Otra cosa es que sepamos bien para qué sirven estas cosas cuando el acontecimiento ha quedado atrás. Barcelona 92 transformó la ciudad de modo que ahora mira al mar, por ejemplo. También fue el crisol en el que comenzó a fraguarse la leyenda del ciudadano patrio que va sacando pecho y pregonando por doquier aquello de "soy español, ¿a qué quieres que te gane?" Pero también ocurrió ese mismo año que una Exposición Universal dejó pufos por la Sevilla del final del siglo XX.
Más cercana en el tiempo y en el espacio, nosotros tenemos la referencia de aquellos Juegos Ecuestres que acogimos gastándonos una pasta en Chapín que luego no ha generado apenas nada ni en lo deportivo (las medallas en Atenas de los jinetes jerezanos Ramblas y Soto dos años después responden a otros 'lópez') ni en lo económico (¿qué fue de aquella industria equina que disfrutaríamos impulsada por Jerez 2002?). Mejor será que transformemos ahora los deseos olímpicos en ese realismo tan digno también de medallas.
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