La trinchera de la soledad y el silencio, ésta a la que me vine buscando socorro contra la incomprensión y el descrédito, me ofrece ahora las armas de la pluma y la palabra. Siempre la escritura en mi defensa. Siempre la vergüenza a flote, cuando quieren pisoteármela, gracias al negro sobre blanco, gracias a la última voluntad siempre escogida.
Y si la noche se cierra más allá del firmamento y oscurece mi alma con negros nubarrones que me angustian no tardaré en esgrimir ese florete cargado de tinta y lágrimas con el que cargar para defenderme de la afrenta. Suena el obús enemigo en la lejanía del horizonte. Y ellos creen justa su lucha. Mas se equivocan. Una vez más yerran.
He conseguido apartarme tanto del ruido de sables que lo que mejor escucho es el rasguño de la pluma sobre el áspero papel que tengo a mi alcance. Y ello me tranquiliza. Es momentánea la caricia de una paz que ansío se mantenga para siempre. Aunque sé que tendré que encarar de nuevo la batalla. Pero... ¿hasta cuándo, Dios santo?
Sobre la peña del dolor ni me sostengo. Así, sentado al filo de la soledad, que no quiero acomodarme en ella, agarro escritura y crucifijo pidiendo al segundo que pase de mí este cáliz. Mientras, la primera me ofrece redención menos eterna. La paladeo a gotitas de certeza. Y presiento que algún día venceré. Algún día. Lo merezco. Claro que lo merezco!
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