De la exposición de fotos de los atendidos en el centro de día. |
Juan Varga, jerezano de 50 años que comienza a salir del agujero al que le llevó su politoxicomanía durante años, sentencia cuando habla de ello: «La gente sin techo somos personas con sentimiento como los demás, nos duelen las cosas», explica. «Te puedes morir en la calle», dice y por ello insiste en que «mi deseo es que las personas se conciencien de que todos somos humanos, tenemos corazón y el derecho a una oportunidad».
Tiene tres hijos y tuvo compañera que lo echó a la calle hace ahora dos años. Entonces uno de sus vástagos decidió irse con él. Los otros están bajo la tutela de una pareja a la que Juan está muy agradecido: «Quiera Dios que algún día yo pueda agradecerles lo que están haciendo por ellos». El otro, junto a él, arrastra una experiencia que, afortunadamente, los acercó al albergue municipal, primero, y al centro de día El Salvador, despues.
Extutelados en la calle
El nuevo rostro del ‘sinhogarismo’ es, sin embargo, el de los chicos inmigrantes, procedentes de Marruecos buena parte de ellos, que fueron acogidos en centros de menores y que, al cumplir los 18 años, no reciben otro regalo de cumpleaños que ser puestos en la calle. Son jóvenes entre los 18 y los 21 años aquellos que, en el centro de día, se animan a contar su experiencia. Ellos mismos testimonian cómo puede salirse de esas situaciones.
Yamal Ahbbuod lleva cinco años en España y conoció la dureza de la calle tras su estancia en un centro de menores canario. Entre aquel regreso a Marruecos y su estancia actual en Jerez, con trabajo en una conocida empresa fabricante de picos y vivienda, ha llovido. «Ahora estoy bien pero antes me ha ido fatal, muy mal, porque estuve durmiendo en la calle», recuerda lamentando que «me encontré todas las puertas cerradas».
Mustafá Sidk cuenta con situación y edad (21 años) similar. Su caso, sin embargo, cuenta con una motivación especial: tiene pareja y un hijo que nació hace un mes. «He estado en un centro de acogida de mayores en El Puerto, que se llama Anide, pero también de ahí me tenía que ir», señala evocando como fue que tuvo que venir a Jerez «donde me ha estado ayudando un educador que habló con el centro de día», explica.
Para Yassin Bouchareb, su historia como inmigrante le llevó hasta Madrid. «Cuando la Policía me hizo la prueba de la edad decía que tenía 17 años y me llevaron a un centro de menores de Hortaleza, pero me escapé», recuerda. Sin documentación alguna y con otros papeles también perdidos («hacía lo que me daba la gana sin nadie que me dijera nada», reconoce), fue expatriado pero tampoco lo admitieron en territorio marroquí.
Othmane Boulehya, por su parte, solo tiene 18 años y ya lleva ocho en España. Apenas le ha dado tiempo a sufrir el efecto de un centro de menores que lo ponga en la calle. De eso ya se ocupó la familia. Una pelea entre sus padres lo trajo desde Granada. «Para estar en la calle hay que estar muy fuerte, es muy duro; en invierno la lluvia y el frío duelen», dice clamando que «no somos criminales por dormir en la calle, no matamos ni robamos».
Cuatro años estuvo en la calle Roberto Picardo, un gaditano de 43 años al que la droga tampoco dejó sin probar la dureza de no tener techo. «Aunque siempre buscamos achaques, la culpa la tengo yo porque no he solucioné un problema cuando ya me cree otro», reconoce. Para todos se abren esperanzas. Incluso el Parlamento Europeo se propuso acabar con el ‘sinhogarismo’ en 2015 y, aunque ello no ocurra, un nuevo noviembre nos recuerda estas historias.
Doce voluntarios les atienden en el centro de día El Salvador
También entre los voluntarios, una docena desarrolla su labor en el centro de día El Salvador, surgen los testimonios de un provecho de ida y vuelta: «Ellos tienen sus penas pero yo también les cuento las mías y ellos me consuelan», dice Conchi Soto, que hace seis años llegó para enseñarles a cogerse dobladillos y pegarse botones en la ropa que comenzaba a recibir y que era preciso que ellos mismos supiesen arreglarse.
Ahora les enseña a cocinar, no en balde son cada vez más los que comienzan a habitar pisos cedidos en los que comienzan una nueva vida. «Viéndolos a ellos yo ya no me quejo de nada», dice Conchi.
(La Voz, 20-Noviembre-2011)
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