
El Cuerpo de Cristo adquieren, en el óleo, las trazas de ese pan de campo que, bendito por el sudor de quien sembró y cosechó el trigo, se ofrece como hogaza de migajón tierno y esponjoso en la boca de quienes satisfacen así su necesidad de alimento verdadero. La Sangre del Señor adquiere en el cuadro la lozana presencia de esos gajos morados henchidos del jugo rico que se adivina a través del hollejo semiempañado. Uno y otra parecen hacer brotar, enmedio del intimismo de la oscuridad del rincón del aparador en el que parece hacerse el milagro de la Consustanciación. Y el cáliz adelanta su brillo metálico mientras la hostia consagrada se eleva etéreamente, como elemento celeste que asciende, y nos lleva con ella, al Reino de Dios. Es una verdadera gozada. Increíble, pero real.
Cuando ello se obtiene sin que el conjunto pierda esas sencillas formas de lo cotidiano se alcanza la verdadera dimensión de la Eucaristía, conmemorada con la llegada de las fechas que pretende anunciar el cartel una vez esté editado. Dar la enhorabuena al artista no tiene sentido porque las palabras jamás serán tan expresivas como lo consiguen sus pinceles. Por eso apenas si he podido felicitarle, sino que he sentido la necesidad de llegar pronto a casa y dejar constancia escrita de cuantas cosas me ha hecho sentir, de un primer vistazo, la obra recién descubierta.
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