También son vacaciones aquellas que más allá de la piscina recién reencontrada, a sus puertas, nos colocan ante la tesitura de analizar esos balances del curso de nuestros hijos que constituyen los mencionados documentos académicos. Las notas suelen tener para nosotros, los padres, un mucho de reencuentro con el momento difícil de los propios éxitos y fracasos y un más, desde luego, de tensión de resolución incierta porque, a qué negarlo, la mencionada cartulina pregonará, de algún modo, con qué verano nos encontraremos. En función de las esperadas calificaciones, los planes salen o no salen. Así son las cosas. Hoy ha sido el día y, en casa, la cosa no ha ido del todo mal. Aunque uno, jartible como pocos, siempre quiere que todo vaya mejor. La reflexión paterna -en la materna cabe un mayor plus de comprensión- siempre bebe en las exigencias del mundo en el que vivimos y que tan puñetero se vuelve ya contra los buenos estudiantes como para que uno se conforme con ser un mediocre. Y mi conclusión es que los planes educativos nos están jodiendo -perdón- la sociedad. Y es conclusión también que todos somos demasiado lasos a la hora de pedir cuentas a nuestros hijos. Y, y ahí me duele, que, por encima de lo anterior, queda la exigencia personal, tan alejada, creo, de la que se creaban mis padres, incluso desde una posición de bastante peor formación, en beneficio de mi aprovechamiento. Creo que hay que recuperar aquel viejo espíritu que hace tiempo que entiendo de mayores exigencias para ellos mismos. Por la misma regla de tres, lo que no le haya exigido yo a mis hijos habrá comenzado por una falta de exigencia a mí mismo.
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