El cielo con el más limpio azul que he visto desde hace mucho tiempo era todo un aliciente cuando esta tarde entraba por la calle Calvario. La brisa aliviaba esas horas de mayor calor que, hoy mismo, pude vivir en Rota. Y El Chorrillo y El Rompidillo y el muelle y el faro y el Castillo de Luna y la parroquia de la O y La Costilla... Me he reencontrado con la Villa y, ciertamente, ha parecido que hiciera una eternidad que no acudiera a la cuna de La Mayetería, al paraíso de las hortalizas y el arranque, del tintilla y la urta. Un paseo por sus calles me ha reconciliado con la vida que uno pierde a chorros cuando, a lo largo del año, la hiperactividad laboral me tiene creído de que eso es lo normal. Veinte días tengo por delante para demostrarme lo contrario. Días de vino y rosas quiero pensar que me aguardan. Al dulce encanto de Rota, por momentos cosmopolitamente turística pero esencialmente sencilla desde la propia personalidad de sus gentes, me entrego ya. Quizá les vaya contando. O quizá no. Tal vez no desee encontrar, al final de mis vacaciones, el trauma que me devuelva a las trazas de la vida que, puntualmente, abandono ahora. O, seguramente, quiera gozar íntima y familiarmente de esa tierra que se encomienda a la Virgen del Rosario. Algo se me escapará. No se preocupen.
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