La imprudencia es definida por el Diccionario de la Real Academia de la Lengua como falta de prudencia, acción o dicho imprudente. Y siempre he creído que es menester apartarse de cualidades, características más bien, que consistan en la negación de algo. Pero más aún de aquello que, como es el caso, es relacionado por la misma RAE con el término culpa.
La imputación a alguien de una determinada acción como consecuencia de su conducta es, además, a menudo, no más que puro pataleo. Y ya les veo imaginando no sin dificultad de qué narices les hablo. En el asunto que me inspiraba tantos quebraderos de cabeza esta semana era así, al menos. Quizá por ello no busco, ahora, más que alivio de mis males inconfesos con estas líneas escritas a vuelapluma.
Y, si de sotanas y sotanillas estuviera repleto el Reino de los Imprudentes, siempre me quedarán consuelos en unos silencios tan característicos en mí como rotos, en este momento, para lanzar un ay lastimero pero pleno de insondables invitaciones a recuperar de nuevo la callada por respuesta antes de gritar alguna barbaridad que me ha pedido el cuerpo durante toda la semana.
Acomódense, queridos amigos, en esa tan saludable prudencia que nunca sepa de vanidades por adelantar aquello que creemos saber. Abracen la mesura y el silencio como herramientas para construir un mundo en el que el cotilleo deje sitio sólo a verdades asentadas en lo que tengan que decir otros. Sobre todo si son, las de esos otros, las voces oficiales de aquello que a todos nos gustaría afirmar desde hace tiempo.
Es bien posible que no se estén enterando de mucho. Reconozco que esta columna esta cuajada de sentimientos internos que exteriorizar, aunque sea de este modo. Pero permítanme, eso sí, un consejo de amigo que sirve, muy especialmente, para que en nuestras cofradías, así como en la Iglesia en general, nos ahorremos problemas innecesarios: degusten ese silencio del que les hablo.
Y háganlo al punto de, por ejemplo, no atreverse a llamarme para preguntarme sobre qué estoy escribiendo. Valga el recuerdo de don Rafael -Bellido, claro- que decía que lo que no deba saberse ni se piense. Mi abuela recurría al Refranero Popular: "No preguntes por saber que el tiempo te lo dirá, que no hay cosa más bonita que saber sin preguntar". Y es obvio que no es sugerencia para periodistas.
(La Voz, 15-03-09)
La imputación a alguien de una determinada acción como consecuencia de su conducta es, además, a menudo, no más que puro pataleo. Y ya les veo imaginando no sin dificultad de qué narices les hablo. En el asunto que me inspiraba tantos quebraderos de cabeza esta semana era así, al menos. Quizá por ello no busco, ahora, más que alivio de mis males inconfesos con estas líneas escritas a vuelapluma.
Y, si de sotanas y sotanillas estuviera repleto el Reino de los Imprudentes, siempre me quedarán consuelos en unos silencios tan característicos en mí como rotos, en este momento, para lanzar un ay lastimero pero pleno de insondables invitaciones a recuperar de nuevo la callada por respuesta antes de gritar alguna barbaridad que me ha pedido el cuerpo durante toda la semana.
Acomódense, queridos amigos, en esa tan saludable prudencia que nunca sepa de vanidades por adelantar aquello que creemos saber. Abracen la mesura y el silencio como herramientas para construir un mundo en el que el cotilleo deje sitio sólo a verdades asentadas en lo que tengan que decir otros. Sobre todo si son, las de esos otros, las voces oficiales de aquello que a todos nos gustaría afirmar desde hace tiempo.
Es bien posible que no se estén enterando de mucho. Reconozco que esta columna esta cuajada de sentimientos internos que exteriorizar, aunque sea de este modo. Pero permítanme, eso sí, un consejo de amigo que sirve, muy especialmente, para que en nuestras cofradías, así como en la Iglesia en general, nos ahorremos problemas innecesarios: degusten ese silencio del que les hablo.
Y háganlo al punto de, por ejemplo, no atreverse a llamarme para preguntarme sobre qué estoy escribiendo. Valga el recuerdo de don Rafael -Bellido, claro- que decía que lo que no deba saberse ni se piense. Mi abuela recurría al Refranero Popular: "No preguntes por saber que el tiempo te lo dirá, que no hay cosa más bonita que saber sin preguntar". Y es obvio que no es sugerencia para periodistas.
(La Voz, 15-03-09)
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