Aún se recuerdan los hachazos que recibió el Cristo de la Lanzada en tiempos de intolerancias manifiestas. Y aún, cuando mañana salga a la calle convocando a todos al Vía-crucis de las Hermandades, su presencia abrirá una brecha enmedio de una sociedad tan ajena a manifestaciones de este tipo.
Todos, sin embargo, necesitan algo a lo que las imágenes invitan siempre, en la calle o en los templos: la trascendencia del alma, ese ejercicio que unos eleva desde el arte, sin más, o desde la armonía estética, por ejemplo, y a otros, y por medio de ésta belleza, desde la vocación espiritual de la que he escrito hace sólo unos días en mi blog.
Aguardo a poder contemplarlo en el recorrido que, mañana, llevará a la imagen desde la Basílica de Nuestra Señora del Carmen hasta la Santa Iglesia Catedral. Y espero que su presencia, su cortejo, sean tan sugerentes como resultaron el año pasado en el presidido por el Cristo de la Clemencia. Lo necesito como agua de mayo.
Y, con todo, quizá nada como que ello ocurra inesperadamente. Sin previo aviso fue, efectivamente, lo que me ocurrió la noche de este pasado viernes. Saturado tras un día tremendo, uno de esos para olvidar tras asuntos resueltos a la carrera y sin descanso. No faltó una necesaria visita al tanatorio para dar un pésame tras inesperada tragedia.
La noche caía cuando adivinaba que la luz de mi despacho de Bertemati ofrecía, en la calle, la imagen de una laboreo imparable, interminable y cansino ya a esas alturas. Necesitado de parar, de terminar, me llegaron los ecos de unos cánticos inesperados pero muy muy refrescantes. Tan sugestivos fueron como sorprendentes.
Me levanté, desacorrí el visillo del balcón al Arroyo y, en la oscuridad de la noche, ví, ante la Comisaría de la Policía Nacional y la Casa de la Iglesia, pasar una comitiva que, con cera encendida y recogimiento, antecedía a la imagen de un crucificado portado a hombros. Se trataba del Vía-crucis del Cristo de la Salud que marchaba ya camino de la iglesia de San Lucas.
Mañana lunes, durante el Vía-crucis de las Hermandades, puede pasarle a alguien que esté en su casa. Y no sabemos hasta qué punto nuestra actitud puede ser una invitación. Almas expuestas a trascender que, quizá, dependan de nosotros.
(La Voz, 01-03-09)
Todos, sin embargo, necesitan algo a lo que las imágenes invitan siempre, en la calle o en los templos: la trascendencia del alma, ese ejercicio que unos eleva desde el arte, sin más, o desde la armonía estética, por ejemplo, y a otros, y por medio de ésta belleza, desde la vocación espiritual de la que he escrito hace sólo unos días en mi blog.
Aguardo a poder contemplarlo en el recorrido que, mañana, llevará a la imagen desde la Basílica de Nuestra Señora del Carmen hasta la Santa Iglesia Catedral. Y espero que su presencia, su cortejo, sean tan sugerentes como resultaron el año pasado en el presidido por el Cristo de la Clemencia. Lo necesito como agua de mayo.
Y, con todo, quizá nada como que ello ocurra inesperadamente. Sin previo aviso fue, efectivamente, lo que me ocurrió la noche de este pasado viernes. Saturado tras un día tremendo, uno de esos para olvidar tras asuntos resueltos a la carrera y sin descanso. No faltó una necesaria visita al tanatorio para dar un pésame tras inesperada tragedia.
La noche caía cuando adivinaba que la luz de mi despacho de Bertemati ofrecía, en la calle, la imagen de una laboreo imparable, interminable y cansino ya a esas alturas. Necesitado de parar, de terminar, me llegaron los ecos de unos cánticos inesperados pero muy muy refrescantes. Tan sugestivos fueron como sorprendentes.
Me levanté, desacorrí el visillo del balcón al Arroyo y, en la oscuridad de la noche, ví, ante la Comisaría de la Policía Nacional y la Casa de la Iglesia, pasar una comitiva que, con cera encendida y recogimiento, antecedía a la imagen de un crucificado portado a hombros. Se trataba del Vía-crucis del Cristo de la Salud que marchaba ya camino de la iglesia de San Lucas.
Mañana lunes, durante el Vía-crucis de las Hermandades, puede pasarle a alguien que esté en su casa. Y no sabemos hasta qué punto nuestra actitud puede ser una invitación. Almas expuestas a trascender que, quizá, dependan de nosotros.
(La Voz, 01-03-09)
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