El calor era tan insoportable en Los Descalzos como la pérdida de Liaño, que imponía miradas cruzadas entre familiares, cofrades, periodistas o gentes del mundo toro. El féretro de Manolo quedaba expuesto en el templo de Medina, esa calle en la que tenía el domicilio que vio recluidos los últimos años de vida. Y yo, por mi parte, no podía olvidar a aquel «caballero de la triste figura» en que me convirtió cuando croniqueaba la estampa del pregonero de la Semana Santa de 1999.
«Éstas perdidas parecen verse obligadas a vivirse desde este calor tan pegajoso». Lo dije en el recuerdo de la muerte de José Alfonso Reimóndez Lete. Por ejemplo. Pero otros fallecimientos me trasladaban también a semejantes sensaciones sudorosamente dolorosas. Y lo dije mientras multitud de imágenes iban sucediéndose en mi mente. Qué manera de invadirme la melancolía. El padre García de Villegas evocaba sus valores, y lo expresaba con el tono entrañable del amigo desde críos. Y yo, sin embargo, me dedicada a mis recuerdos.
Manolo entrevistándome en el Casino -sede antigua de la Rotonda- aquella vez que San Miguel tuvo el pregonero que tuvo, Manolo recibiendo la Cruz Pro-Ecclesia et Pontifice junto a otros de los que se acordara en su momento don Juan, Manolo caminando con su pasito corto hacia... Da igual hacia donde. La vida es así. Y el final, por corto que fuera el paso, siempre llega. Y el martes lo sentimos en Los Descalzos. Manolo Liaño ha muerto. Cuesta trabajo creerlo. Pese a su edad, pese a su enfermedad, pese a sus ausencias.
Todo da vueltas cuando, enmedio del sepelio, ves que todos giran la cabeza en silencio, buscando no sé qué, o a quién ya no volveremos a tener jamás entre nosotros. Y es entonces cuando aprecio que, concluida la ceremonia, sube al atril -expresión que alguna vez me afeó el propio Liaño, imaginando la escena que la literalidad dibuja- el actual hermano mayor de la Coronación. Javier Lucena desveló, entre otras cosas el reciente episodio en el que el finado llegó a ver cómo su Virgen de la Paz se movía en un cercano cuadro de casa.
No me extraña, Manolo. Se preparaba para recibirte.
«Éstas perdidas parecen verse obligadas a vivirse desde este calor tan pegajoso». Lo dije en el recuerdo de la muerte de José Alfonso Reimóndez Lete. Por ejemplo. Pero otros fallecimientos me trasladaban también a semejantes sensaciones sudorosamente dolorosas. Y lo dije mientras multitud de imágenes iban sucediéndose en mi mente. Qué manera de invadirme la melancolía. El padre García de Villegas evocaba sus valores, y lo expresaba con el tono entrañable del amigo desde críos. Y yo, sin embargo, me dedicada a mis recuerdos.
Manolo entrevistándome en el Casino -sede antigua de la Rotonda- aquella vez que San Miguel tuvo el pregonero que tuvo, Manolo recibiendo la Cruz Pro-Ecclesia et Pontifice junto a otros de los que se acordara en su momento don Juan, Manolo caminando con su pasito corto hacia... Da igual hacia donde. La vida es así. Y el final, por corto que fuera el paso, siempre llega. Y el martes lo sentimos en Los Descalzos. Manolo Liaño ha muerto. Cuesta trabajo creerlo. Pese a su edad, pese a su enfermedad, pese a sus ausencias.
Todo da vueltas cuando, enmedio del sepelio, ves que todos giran la cabeza en silencio, buscando no sé qué, o a quién ya no volveremos a tener jamás entre nosotros. Y es entonces cuando aprecio que, concluida la ceremonia, sube al atril -expresión que alguna vez me afeó el propio Liaño, imaginando la escena que la literalidad dibuja- el actual hermano mayor de la Coronación. Javier Lucena desveló, entre otras cosas el reciente episodio en el que el finado llegó a ver cómo su Virgen de la Paz se movía en un cercano cuadro de casa.
No me extraña, Manolo. Se preparaba para recibirte.
(La Voz, 16-08-09)
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