Entre el mal fario del que Pepe me advierte ante el asunto y el análisis de la situación surgida de esa propuesta de adquisición del columbario. Ahí me muevo cuando las lineas comienzan a convertirse, espero, en plataforma de vida. Válgame Dios, que no sea esto un canto sobre cómo guardar cenizas mortuorias. Pero, a decir verdad, no nos queda otra.
O sea, que me propongo decirles cómo veo yo la posibilidad de aguardar en una bodega la llegada de la resurrección de la carne. Por cierto, me pregunta Manolo si la cremación va contra la fe católica. En cualquier caso creo que no quiero ser guardado como si fuera muestra vínica en la sacristía de una bodega al borde de la carretera y almacenado junto a otros 27.000 difuntos.
Y ni siquiera sacraliza el lugar que mis titulares se asomen a través de los azulejos. Ni siquiera que sean llamadas capillas cada uno de los cuarenta lugares previstos para cada una de cofradías a las que se ha querido engatusar haciéndolas agentes comerciales del asunto para más tarde querer ascenderlas al título de propietarios del columbario. Ni siquiera hace atractivo el asunto conocer que no habrá más remedio que habilitar lugares como éste.
Si los cofrades somos tan cristianos como debemos no habríamos de querer reposo alguno para nuestros restos que no fuera el que nos acoja en lugar sagrado. Siempre me gustó el término camposanto como sinónimo de cementerio. Y si ahora toca imponer la cremación, así como olvidarse de derramar las cenizas en cualquier sitio por mucho que le gustase al difunto, que las urnas funerarias queden, al menos, en lugar que pudiéramos llamar santo.
Por ello, a mí no me parece que los 600.000 euros deban ser el primer argumento para rechazar el negocio. Ni la falta de estructura administrativa en el Consejo. Ni que un estudio descartase la rentabilidad de la inversión. Lo primero, a mi juicio, que los cofrades deben considerar es dónde quieren sus restos. ¿No puede ser junto a mis titulares? ¿En mi sede o parroquia? ¿En un lugar más recogido que invite a la oración?
Algún día me explicarán, estoy seguro de ello, porqué no han prosperado más intentos de instalación de columbarios en los templos.
O sea, que me propongo decirles cómo veo yo la posibilidad de aguardar en una bodega la llegada de la resurrección de la carne. Por cierto, me pregunta Manolo si la cremación va contra la fe católica. En cualquier caso creo que no quiero ser guardado como si fuera muestra vínica en la sacristía de una bodega al borde de la carretera y almacenado junto a otros 27.000 difuntos.
Y ni siquiera sacraliza el lugar que mis titulares se asomen a través de los azulejos. Ni siquiera que sean llamadas capillas cada uno de los cuarenta lugares previstos para cada una de cofradías a las que se ha querido engatusar haciéndolas agentes comerciales del asunto para más tarde querer ascenderlas al título de propietarios del columbario. Ni siquiera hace atractivo el asunto conocer que no habrá más remedio que habilitar lugares como éste.
Si los cofrades somos tan cristianos como debemos no habríamos de querer reposo alguno para nuestros restos que no fuera el que nos acoja en lugar sagrado. Siempre me gustó el término camposanto como sinónimo de cementerio. Y si ahora toca imponer la cremación, así como olvidarse de derramar las cenizas en cualquier sitio por mucho que le gustase al difunto, que las urnas funerarias queden, al menos, en lugar que pudiéramos llamar santo.
Por ello, a mí no me parece que los 600.000 euros deban ser el primer argumento para rechazar el negocio. Ni la falta de estructura administrativa en el Consejo. Ni que un estudio descartase la rentabilidad de la inversión. Lo primero, a mi juicio, que los cofrades deben considerar es dónde quieren sus restos. ¿No puede ser junto a mis titulares? ¿En mi sede o parroquia? ¿En un lugar más recogido que invite a la oración?
Algún día me explicarán, estoy seguro de ello, porqué no han prosperado más intentos de instalación de columbarios en los templos.
(La Voz, 23-08-09)
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