Dios no se va de vacaciones. Y se dice a menudo para recordar, fundamentalmente, que no es una de esas cargas de las que es un placer deshacerse cuando llega el verano. Ya dejé escrito que estoy en un momento espléndido en el que regenerarme al albur del tiempo que pasa plácido, enmedio del rumor de olas que calman mi ánimo y el redescubrimiento de la familia cuyo disfrute tanto me dosifica la esclavitud del trabajo a lo largo del año. Y liberarme de esas cadenas de lo cotidiano es la mayor virtud de este tiempo vacacional. Pero si Dios se hubiera convertido, de septiembre a junio, en tabla de salvamento enmedio de las dificultades no es posible considerarlo, ahora que uno nota su mano en la Naturaleza en estado puro o en las relaciones nada coaccionadas por condicionantes indeseados pero resignadamente asumidos, convertirlo en una de esas cargas. Es ahora cuando menos entiendo la necesidad de formular esa frase: Dios no se va de vacaciones. Pues claro. Y aunque en plena crisis se asegure tanto que son tiempos en los que es más necesario, o más recurrente, mirar al Cielo suplicante, no considero que sólo en lo que dejo atrás -ese ritmo de vida tan insoportable, esas dificultades- necesito a Dios. También lo necesito en esta felicidad vacacional que, por circunstancial que me resulte y por artificial que pareciese, me lo presenta de modo tan franco. Dios no se va de vacaciones. O sí. Porque tengo la extraña sensacíón de que se ha venido conmigo a Rota.
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