La integración de la Naturaleza virgen en un entorno de carácter urbano es el ideal de quienes reconocen que no se pueden abandonar los modos de vida de la generalidad de la población actual aunque deseen no apartarse de los valores medioambientales más puros. Y más difícil aún resulta cuando no es sólo la suma de pureza campera y las construcciones del pueblo sino que, a ello, se suma un tercer factor: el tono turístico de la principal actividad del pueblo, al menos en verano.
La Villa de Rota une sin solución de continuidad, por el norte, a la sucesión urbanística que la caracteriza, tan recrecida en previsión de su superpoblación estival, una masa de pinares que, siendo testigos de lo que fueron a lo largo y ancho de toda la costa provincial (desde la Desembocadura del Guadalquivir hasta el Estrecho de Gibraltar), tienen misión de regeneración dunar. Es espacio que acuna la frágil vegetación que las caracteriza. Y lo hace con el mismo mimo con el que recuerda su condición de ecosistema del camaleón.
Ayer recorrí estas colinas en las que las copas de los pinos se apiñan mientras los pasarelas de madera permiten un cómodo recorrido entre sus troncos retorcidos por décadas y décadas de viento de Levante que han ido amoldándolos. Kilómetros y kilómetros de un paseo delicioso constituyeron una tarde familiar para el recuerdo. Los niños buscaban, sin salir del caminito trazado por las tablas, esos camaleones de los que tantos vimos de niños y que son, ahora, apenas una leyenda acorde con su carácter de animal en vías de extinción.
Para mí, sentarme en uno de los bancos de este delicioso parque forestal, escuchar el trino de los pájaros mezclado con el rumor de las cercanas olas de playas como El Puntalillo, Piedras Gordas o Punta Candor y dejar que la mirada se pierda en la profundidad de los verdes del pinar ya es mucho. Y, con insistencia lo digo, no deben perder la ocasión de semejante visita. Yo perdí dos horas en el paraje aunque, cuanto más lo recuerdo, más convencido estoy de que fue tiempo ganado que agradecer a Dios.
La Villa de Rota une sin solución de continuidad, por el norte, a la sucesión urbanística que la caracteriza, tan recrecida en previsión de su superpoblación estival, una masa de pinares que, siendo testigos de lo que fueron a lo largo y ancho de toda la costa provincial (desde la Desembocadura del Guadalquivir hasta el Estrecho de Gibraltar), tienen misión de regeneración dunar. Es espacio que acuna la frágil vegetación que las caracteriza. Y lo hace con el mismo mimo con el que recuerda su condición de ecosistema del camaleón.
Ayer recorrí estas colinas en las que las copas de los pinos se apiñan mientras los pasarelas de madera permiten un cómodo recorrido entre sus troncos retorcidos por décadas y décadas de viento de Levante que han ido amoldándolos. Kilómetros y kilómetros de un paseo delicioso constituyeron una tarde familiar para el recuerdo. Los niños buscaban, sin salir del caminito trazado por las tablas, esos camaleones de los que tantos vimos de niños y que son, ahora, apenas una leyenda acorde con su carácter de animal en vías de extinción.
Para mí, sentarme en uno de los bancos de este delicioso parque forestal, escuchar el trino de los pájaros mezclado con el rumor de las cercanas olas de playas como El Puntalillo, Piedras Gordas o Punta Candor y dejar que la mirada se pierda en la profundidad de los verdes del pinar ya es mucho. Y, con insistencia lo digo, no deben perder la ocasión de semejante visita. Yo perdí dos horas en el paraje aunque, cuanto más lo recuerdo, más convencido estoy de que fue tiempo ganado que agradecer a Dios.
No hay comentarios:
Publicar un comentario