domingo, 5 de julio de 2009

La espiritualidad perdida


El programa Callejeros me llevó, la noche de este pasado viernes, al Camino de Santiago. Y lo disfruté casi como si fuera yo el de la mochila a la espalda y la concha peregrina al pecho. Es un viejo sueño que no termino de cumplir por razones varias y que tiene en Manolo León, cofrade del Cristo del Amor, a uno de sus mejores embajadores en Jerez.
Dudo mucho que la tele, en un espacio de ese formato al menos, me venda moto alguna al respecto. Sinceramente. Lo cierto es que me encontré con un bello abanico de experiencias de hondo calado espiritual. Y todas ellas en variados testimonios tanto de los peregrinos como de cuantos se esfuerzan en atenderlos a lo largo y ancho de su esforzado recorrido.
Las ampollas soportadas con estoicismo, el sudor concentrado tras una larga jornada y compartido o el cansancio acumulado se daban la mano con unos brillos especiales en los ojos, unas sonrisas agradecidas y el ánimo presto a la ayuda. Y no faltaba la oración, aunque fuera breve en su extensión, apenas musitada y mezclada con chascarrillos y chanzas.
Algunos de los peregrinos llegaban a extrañarse de la propia capacidad de encontrar, en el fondo de su alma, los restos de esa vieja espiritualidad que creían haber perdido con el tiempo. Pero verificar que sigue ahí, que apenas necesitaba de ser animada, fortalecida y compartida les hacía mostrar una felicidad sorprendente, incluso ‘freaky’ a los ojos de cualquier profano.
Entonces fue cuando comencé a replegar velas hacia el interior y echar un vistazo, mental claro, a la realidad actual de nuestras hermandades y cofradías. Y, sinceramente, me costaba verificar que aquellas actitudes, tan populares religiosamente por otra parte, tuvieran, en realidad, mucho que ver con lo que encuentro de un tiempo a esta parte en nuestras corporaciones.
Los cortejos no crecen, por ejemplo. Y no lo hacen porque la estación de penitencia hace tiempo que dejó de tener en el valor del esfuerzo físico carta de embarque para el vuelo hacia mejores alturas espirituales que, por desacostumbradas lamentablemente, más desconocidas se vuelven por momentos. Así, cuando se arriman nuestros jóvenes les faltan referentes sólidos.
Y como las filas de nuestros nazarenos no son mayores -mal rayo nos parta cada vez que nos empeñamos en imponer cantidades a calidades- nos apresuramos a abaratar la penitencia para captar pupilos del hábito y el antifaz. Y cuanto más nos dedicamos a contar menos contentos estamos con los cortejos. Y cuanto menos penitentes tenemos más ablandamos nuestros históricos rigores.
Vestir de penitente es, pues, de lo más tonto cuando, gustándonos como nos gusta la Semana Santa, podemos, mejor, gozar de esa cierta libertad de movimientos del costalero que, entre relevo y relevo, se dedica a disfrutar de las glorias de nuestras cofradías en la calle. Y no hablemos de liberarnos también de esta atadura y apostar por la calle y evitar toda ligadura con cofradía cualquiera.
Es verano. Y escribo en bañador. En el patio de la casa de Rota. Escucho, al fondo, el bullicio del paseo marítimo. No es momento para pensar en vestir túnicas ni tapar la cara con antifaces. Pero la invitación es más refrescante. Y
tiene que ver con lo que acabo de ver en el Camino de Santiago. Porque hemos de recuperarnos del desánimo de quienes yerramos empeñándonos en ciertas cosas. Como los peregrinos, tendríamos que buscarnos aquella espiritualidad perdida. Y dejarnos de pamplinas secundarias.
(La Voz, 05-07-09)

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