Se habla de Cristóbal, el Santo Patrón de los conductores y titular de los cofrades del Transporte, como un hombre bueno al que, aunque de existencia ni siquiera probada, se le atribuye una curiosa dedicación: se ocupaba de pasar de una orilla a otra de un río a los cientos de caminantes que, constantemente, transitaban. Un día, al trasladar a un candoroso niño que solicitó su ayuda, sus hombros, sorprendentemente, no podían resistir aquel peso aunque, sumamente agotado y con grandísimo esfuerzo, pudo coronar su trabajo. Preguntó al niño su identidad y éste, «invadido por una gran aureola de luz celestial», contestó ser el Niño Jesús y que el tan irresistible peso que había soportado no era nada comparado con el de «la inmensa gloria por Él contenida». El Santo, perplejo, cayó de hinojos. Ya quedó dicho en aquellos periódicos de los 50 que se hacen eco de las primeras celebraciones de San Cristóbal en la Hermandad del Transporte. Y también aquí ahora.
(Óleo sobre tabla de Patinir, siglo XVI, Museo del Prado)
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