Se metió la mano en no sé qué lugar del equipo de astronauta. Sacó una estampa de contenido más presumible que visible. Se presignó. Y dijo, en tono solemne, algo como "que cada cuál dé gracias por este acontecimiento histórico". Creo que se trataba, según me pareció en el docudrama visto en televisión esta semana, de Edwin Aldrín, el segundo de los dos elegidos para pisar la Luna. De aquel "pequeño paso para el hombre pero gran salto para la Humanidad", como dijo Neil Armstrong, el más privilegiado de aquella tripulación de tres (el otro pobre se quedó en la nave), se acaban de cumplir cuarenta años. Y el satélite se queda pequeño junto a los actuales empeños por Marte. Y, sin embargo, sigue guareciendo buena parte del tono misterioso que lo envuelve. Que la grandeza de semejante visión -qué bien tratado el tema en ese estreno televisivo- arrancara una reacción de tipo religioso no me extraña lo más mínimo. Que ese gesto no haya sido ocultado tiene, además, mucho mérito. Una suerte que el documental no se realizara en la España actual porque, creo, jamás hubiera sido registrado en su metraje. Yo, en cambio, me pregunto si a alguien le parece un disparate que semejante espectáculo sea atribuido a una mano superior. Es una verdadera lástima que el hombre -y también la mujer, claro- llegara a la Luna y se prepare ahora para hacer lo propio con Marte y mantenga, sin embargo, cegueras ante nuestra natural necesidad de trascendencia. Afortunadamente siempre nos quedará Aldrin.
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