Es
la Navidad tiempo de melancolías. Junto a las mayores alegrías
siempre son colocadas las tristezas más notables. Todo ello entra en
el crisol que funde cuantos elementos la nutren. Y es la memoria la
culpable. Sin lugar a dudas. Es la evocación de todo lo que merece
la pena, es la puesta de relieve de cuanto nos pasó en la vida, es
la máquina del tiempo que vuelve a hacernos cruzar experiencias, es
la ocasión segura de que no falte nadie a la cita. Todo eso y más
es la Navidad.
Si
nos tomáramos un solo instante para analizar cómo serían las cosas
si no tuviéramos memoria convendríamos que nuestra vida sería un
desastre, no sabríamos nada, ni siquiera seríamos capaces de
utilizar un lenguaje cualesquiera, no seríamos capaces de aprender
más que por la experiencia y el instinto, habríamos perdido
una de las esencias de nuestra condición de hombres y mujeres. Dejar
de codificar, almacenar y recuperar información es olvidar qué
significaron para nosotros estos días.
Días
tanto para recordar a los seres queridos que ya no están o los
familiares y amigos que están lejos, por ejemplo, como para que
lleguen a nuestra mente aquellos momentos en los que se fraguan
siempre algunos de los instantes más felices de nuestras vidas, las
fiestas navideñas concurren siempre a nuestro encuentro para
convertirse en aldaba que llama a la memoria a que no se deje
guardada ninguna de las emociones que, por buenas o malas que fueran,
es necesario desempolvar.
Así,
si el fundamento apela siempre a compromisos confesionales toda vez
que nadie, ni agnósticos ni ateos siquiera, pueden ocultar que la
fiesta es lo que es más allá de retorcidos empeños que a lo largo
de la Historia han existido de convertirla en tributo al solsticio de
invierno... insisto, si el fundamento está marcado por los hechos de
Belén, la memoria es un ejercicio eminentemente humano, el mecanismo
que convierte cada Navidad en la oportunidad de sentir los recuerdos
en un rincón del alma...
En un rincón del
alma
de aparente
oscuridad,
siempre brilla la
memoria
que reverdece
historias
de mi mejor Navidad.
En un rincón del
alma,
los luceros de la
edad
alumbran la
trayectoria
que es tan fiel
recordatoria
de una herencia de
verdad.
En un rincón del
alma,
un poyete es heredad
que acogió toda la
gloria
sobre serrín en la
euforia
que de niños se es
capaz.
En un rincón del
alma,
las figuras
sonreirán
gratitudes
laudatorias
que confiesan la
victoria
imposible de
olvidar.
En un rincón del
alma,
aquel padre alentará
desde el pasillo del
cielo
la labor que con tal
celo
belenista era su
afán.
En un rincón del
alma
de aparente
oscuridad,
siempre brilla la
memoria
que reverdece
historias
de mi mejor Navidad.
Y en un rincón del
alma
una abuela busca ya
el villancico que
sabe,
la copla que tanto
vale.
¡Un silencio y a
escuchar!
En un rincón del
alma,
su Calle de San
Francisco
es un himno navideño
con sabor y más
empeño
que si ponemos un
disco.
En un rincón del
alma,
voz gastada y
claridad
se suman con
donosura
para sentir la
estatura
de este momento
simpar.
En un rincón del
alma
cada sílaba es
cabal,
y el verso al
cantarse
como si resucitase
contribuye al
memorial.
¡En un rincón del
alma
de aparente
oscuridad,
siempre brilla la
memoria
que reverdece
historias
de mi mejor Navidad!
Sea misión del
pregonero
exaltarlo aquí y
ahora:
¡¡La mejor es la
postrera
porque suma las
quimeras...
que mis versos rememoran!!
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