Conozco a curas ambiciosos, y me he malacostumbrado pensando que son hombres al fin y al cabo. Conozco a curas envidiosos, y no me quejo porque dicen que es el mal nacional. Conozco a curas clasistas, y aunque me apeno agacho la cabeza resignado. Conozco a curas desquiciados y entregados a un par de vicios o tres que ahora me pasan por la cabeza. Conozco a curas que crean problemas allá por donde pasan, y son capaces de airar a sus grupos parroquiales unos contra otros sintiéndose, encima, orgullosos de lo que hacen.
Asenjo me impedía grabarle su intervención primera de la Semana de la Teología y, ante mi perplejidad, accedió a que lo entrevistara a parte, incluso retrasando el inicio de su ponencia. Entonces lo entendí todo: el ciclo diocesano había de iniciarse poniendo firmeza en la exigencia y cascabel al gato de una voz en grito que no siempre sabe elevarse desde el laicado. Por ello nada mejor que les llamara la atención un igual. Bueno, todo un arzobispo al fin y al cabo. Alguien que, en cualquier caso, llegaba con un alzacuellos tan rígido como el que llevaban los sentados ante él para escucharle.
Me sabía muy mal por muchos de ellos. Pero me alegraba que la Iglesia revisara actitudes y, sin necesitarse más luz ni taquígrafos que los del Altísimo ante el que el arzobispo coadjutor hispalense imploraba fidelidad, acunase un exámen de conciencia siempre necesario. Se espera mucho del clero. Y no deben creer ellos que es demasiado lo que se les reclama porque, pese a que la secularización ha llegado hasta el fondo de las sotanas -que no es necesario recuperar en el día a día para que se les recuerde el compromiso-, exigirles santidad es lógico y urgente enmedio de la sociedad actual.
También conozco a un cura pobre de solemnidad, pero hace menos ruido que aquellos. Y conozco a un cura servicial hasta el límite, y pareciese ilimitada a todas luces su disposición. Conozco, igualmente, a un cura casto que ejemplifica el sentido de ese voto cumplido con sencillez y felicidad. Conozco a un cura que alienta a sus feligreses -individuales o colectivizados en un movimiento o cofradía- sin más ánimo que servir a Dios y a los hombres. Que nunca nos falten éstos otros ejemplos.
(La Voz, 04-10-09)
Asenjo me impedía grabarle su intervención primera de la Semana de la Teología y, ante mi perplejidad, accedió a que lo entrevistara a parte, incluso retrasando el inicio de su ponencia. Entonces lo entendí todo: el ciclo diocesano había de iniciarse poniendo firmeza en la exigencia y cascabel al gato de una voz en grito que no siempre sabe elevarse desde el laicado. Por ello nada mejor que les llamara la atención un igual. Bueno, todo un arzobispo al fin y al cabo. Alguien que, en cualquier caso, llegaba con un alzacuellos tan rígido como el que llevaban los sentados ante él para escucharle.
Me sabía muy mal por muchos de ellos. Pero me alegraba que la Iglesia revisara actitudes y, sin necesitarse más luz ni taquígrafos que los del Altísimo ante el que el arzobispo coadjutor hispalense imploraba fidelidad, acunase un exámen de conciencia siempre necesario. Se espera mucho del clero. Y no deben creer ellos que es demasiado lo que se les reclama porque, pese a que la secularización ha llegado hasta el fondo de las sotanas -que no es necesario recuperar en el día a día para que se les recuerde el compromiso-, exigirles santidad es lógico y urgente enmedio de la sociedad actual.
También conozco a un cura pobre de solemnidad, pero hace menos ruido que aquellos. Y conozco a un cura servicial hasta el límite, y pareciese ilimitada a todas luces su disposición. Conozco, igualmente, a un cura casto que ejemplifica el sentido de ese voto cumplido con sencillez y felicidad. Conozco a un cura que alienta a sus feligreses -individuales o colectivizados en un movimiento o cofradía- sin más ánimo que servir a Dios y a los hombres. Que nunca nos falten éstos otros ejemplos.
(La Voz, 04-10-09)
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