Llegar a Ponferrada y sentir, a media tarde, que los 27 kilómetros caminados, bajada sólo apta para cabras desde el puerto de la Cruz del Hierro inclusive, han agotado las reservas es un ejercicio sicológicamente duro. Que raro que cuanto más ocurre más comprendemos el sentido del Camino de Santiago. Como alguna vez escribí de la Virgen para mi Pregón del Rocío de Jerez en el año 2000, el Santo Patrón tampoco puede quedarse en su hornacina sabiendo lo que estamos sufriendo por estos agrestes pagos leoneses.
Es como yo veía a aquella María marismeña saliendo a nuestro encuentro en la Romería de Pentecostés, porque a la corredentora y el Pastorcito Divino debemos la alegría de la comunión de bienes y tantas otras gracias de tantos rocíos vividos. Pues bien, sostengo que se ha visto al caballo blanco trotando por estos montes con el barbado Apóstol Santiago vaciando su zurrón de fuerzas insospechadas que derramar sobre nosotros para que alcanzáramos esta ciudad ya en la comarca de El Bierzo.
El Acebo con naranjas y refrescos, Riesgo de Ambrós con el almuerzo que necesitábamos y Molinaseca donde ya nos hubiera gustado remojarnos en su río como tantos vecinos del lugar han ido sabiendo de nuestras limitaciones vespertinas. Pero juro solemnemente que nada de ello empaña la gloria bendita disfrutada esta mañana en la Cruz del Hierro. Sendas piedras blancas y unas oraciones por los nuestros han sido colocadas sobre el montón de ofrendas pétreas que las décadas y décadas de peregrinos de paso por este Monte Irago han convertido en humilladero de sus faltas y liberación de aquellas situaciones que condicionan nuestra felicidad.
Antes, Foncebadón ha sido, con sus ocho únicos aldeanos, el punto de partida tras esa noche fría tan insólita en nuestros agostos bajoandaluces. Después, Ponferrada es, con sus 70.000 habitantes, el de llegada con su condición de población mayor de nuestro camino entre León y Santiago. Pero doy por sentado, aunque sea mi primera experiencia y aún tenga mucho que aprender, que el Camino es sustancialmente rural. La ciudad en la que hoy finalizamos tiene, sin embargo, su aquél. Y, entre sus apetencias postjornada caminante, el Albergue Alea. Es un lugar sencillo en el que Amelia tiene sin embargo en vena el viejo sentido hospitalero.
Le preocupó nuestro retrasillo en la llegada, se alegró vivamente al vernos entrar, escuchó nuestra historia y todo ello lo hizo sacando de inmediato agua para calmar la sed de los peregrinos. Se mereció, desde luego, que le contara la fábula de la chica con Parkinson y el runnero con ínfulas maratonianas. No hay preparación que garantice el Camino físico. Sólo la fortaleza espiritual ayuda. O al menos la mental. Item más, ése es el único cargamento que no debe faltar en la mochila que proclamamos de las cosas imprescindibles.
Érase una vez un hombre que descubrió fortalezas desconocidas a los cincuenta y, cierto es, enhebró empoderamientos de nuevo cuño en base a la actividad física. Y funcionó. Pero tuvo la fortuna el corredor de populares y medias maratones (de momento) de no perder el sentido, caminando en su ruta jacobea, y percatarse pronto que la debilidad en ese grupo de #3enelcamino (aún hay quien pregunta quién es el tercero) no reside en los efectos que el invisible compañero de fatigas, genera en Carmen.
Sabéis cuántas veces ha tirado de mí en los pedregales montañosos leoneses? Sabéis qué reaños pone en liza cuando los dedos encogidos del pie derecho la paralizan a dos kilómetros del albergue. El río Boeza acaba de ser testigo de ello. Y Amelia, el bálsamo al final del día.
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