martes, 27 de septiembre de 2016

Diario del Camino: Laguna de Castilla, 12-08-16

Dicen que hay que dejar algo en el Camino de Santiago. Mucho, diría yo, cuando apuestas para que sea una experiencia que verdaderamente transforme tu vida. Es así, es la famosa mochila de aquello que no queremos más junto a nosotros. Pero qué ocurre cuando lo que queda en este itinerario de secular tránsito de peregrinos es un objeto personalmente valioso? 

Esta mañana salimos de Villafranca en medio de un gélido frío impropio, una vez más, de aquello a lo que nos acostumbra el sur. Tomamos la carretera N-VI antigua y comenzaron a aparecer un puñado de esos pueblos pintorescos que hacen de El Bierzo un lugar de embrujo. En Pereje, con fundación de origen hospitalario, ya sellamos la credencial; en Trabadelo nos asomamos a la iglesia de San Nicolás y... la cruz que venía luciendo en el cuello propiedad de mi difunto padre ya no estaba donde la até para el Camino, en el bordón suyo que exorné para la ocasión con un cordón del que terminó desprendiéndose.

Es conveniente, y ya venía un poco preparado en este sentido, analizar bien ciertos signos que el itinerario jacobeo va poniéndonos por delante. Todo parece tener un porqué, pero es mejor no querer descifrarlo de inmediato, en caliente. Lo cierto es que nadie a mi alrededor se libró de mi ira al descubrir su ausencia. La razón por la que pasé pronto de semejante estado de ánimo al esbozo de una sonrisa sutil acompañada de una lágrima retenida es un misterio que me cuesta más desvelar ahora al intentar darme primeras explicaciones que afirman rotundamente que, en efecto, la cruz debía quedarse en el Camino de Santiago.

Los pasos más inmediatos nos llevaron a la iglesia de La Portela, donde me descompuso encontrarme, presidiéndola y dándole nombre, a San Juan Bautista. El santo de mi padre justo tras la cruz perdida que me traía afligido! Oración, vela y formulación de la mejor de las intenciones se convirtieron en expresión simbólica de un desconcierto reconducido espiritualmente.

No fue día de vinos y gaitas como el anterior. Pero fue el día de la pera. Sí, la que tomé prestada del huerto existente junto a esa recoleta iglesia. Disculpen sus propietarios y sepan que tan rica me supo que se me aliviaron las penas mientras los kilómetros y kilómetros caminados en esta sexta jornada me hacían reflexionar hasta encontrar una explicación a lo de la cruz, un sentido con unos mínimos de trascendencia que me permitan aceptar la pérdida.

De momento, lo mejor era seguir caminando por el valle del río Valcarce, que nos ha traído desde Villafranca hasta las mismas puertas de O Cebreiro. Ambasmestas, Vega de Valcarce, Ruitelán... Son pueblos donde el cauce de agua invita a remojar los pies antes de llegar a Las Herrerías, sorprendente pueblo que ya existía en el siglo XII con el nombre de Hospital de los Ingleses.

Caldo gallego y truchas permitieron 'galleguear' a las mismas puertas de la región que desde mañana nos envolverá con sus espléndidos atractivos. Y hasta la ternera gallega, no en el plato sino en los prados que cruzamos, nos sale al paso para ir avisando de lo que nos aguarda en la segunda mitad de los 310 kilómetros que nos hemos propuesto cumplir.

Tras La Faba, Laguna de Castilla acunará nuestro sueño sólo dos kilómetros antes del temido Mons Febraurio o Mons Zaberrium que generaciones de peregrinos han sufrido con sus nevadas, vendavales y salteadores de caminos. Si nos olvidamos de unos y otros habremos de concluir que esta ascensión no es peor que el descenso del Monte Irago. Una verdadera cruz. Por cierto, esta jornada que comenzó con la pérdida de la de mi padre culmina encontrando otra cruz a las puertas del albergue. Qué significará este signo?

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