Galicia imprime carácter más allá de la entrada en tan sugerente región por puerta tan mítica como es O Cebreiro. De hecho, muy pronto siente uno en sus carnes los efectos casi mágicos de la profundidad de esta tierra si se acude a ella con todos los sentidos abiertos. Y caminando no cabe otra, aunque a veces uno percibe que no faltan peregrinos que, pasando a nuestro lado, fueran menos sensibles a estos efluvios que se perfuman con facilidad de la sospecha de meigas como compañeras de camino, con la fuerte fragancia de queimada o del dulce acento de sus gentes.
Así, tras sellar la credencial en Liñares donde una iglesia rinde tributo a San Esteban y parar en el Alto de San Roque para agradecer la compañía al gigantesco peregrino de bronce del monumento o saludar a portugueses, franceses o españoles de diversos sitios en Hospital da Condesa, el Alto do Poio o Padomelo, aparecería Carmen. La septuagenaria galeguiña esperaba a los peregrinos a la puerta de su casa de Fonfría con un plato en las manos. Bajo el paño que lo cubría aparecerían un montoncito de filloas, unos crepes del tamaño de la vajilla en la que los ofrecía.
A nuestro paso, se levantó diligente para, casi sin dar tiempo a decirle que aceptábamos el detalle brindarnos la posibilidad de probarlos una vez espolvoreados de azúcar. Dulce el alimento, dulce ella con ese acentiño lindo y su candida actitud tan cargada de humildad y servicio y dulce, dulcísimo, el momento en plena séptima jornada de este Camino que sigue sorprendiendo en los rincones más insospechados.
Y, sin embargo, he de aseverar que la Galicia profunda a lo que de verdad huele es a caca de vaca. Con perdón. Pero no en balde es el modo de vida de estas gentes lucenses de modo que, a nuestro paso, nos quedaba pendiente aún el disfrute de otra forma de ese animal que en su chuletón tiene uno de los característicos elementos de la gastronomía de esta tierra del Apóstol. Y asomamos la cabeza en un establo casi con el mismo entusiasmo que días antes lo hiciéramos en el ensayo de los gaiteros en Camponaraya. Pero Santiago nos miró complaciente y, supongo, se preguntó: "Vacas queréis? Vacas tendréis!"
Cruzábamos Viduedo. Sólo faltaban seis kilómetros para nuestro sitio de pernocta y lo cierto es que apenas era la una y media de la tarde. Una bifurcación en el camino, una de ésas de logaritmo tan fácilmente solucionable por medio de las flechas amarillas que nos acompañan desde nuestra partida en León, nos hizo vaqueros por unos instantes. Por la calle de la derecha venía hacia nosotros toda una manada camino de la rúa de la izquierda. Nos miraron, acojonaron con su tamaño y cercanía a Carmen y a mi video le regaló un momento deseado. Una gozada.
Lo demás sólo tiene la historia de una jornada distinta. Ni ella ni yo queríamos caminar tras el almuerzo. A Carmen le aporta proteínas que compiten con las de la levodopa. Resultado: la medicación no hace su efecto como nos gustaría y ella se ve parada, sufriendo y echándole testiculina a la cosa. A mi, por otra parte, me regurgitan los ácidos en una de esas digestiones imborrables en la memoria.
Fijadas pues las tomas de las pastillas a cuatro horas fijas, todo consiste en repartir ingestas de alimento no demasiado contundentes a razón de un par de ellas entre píldora y píldora. Movida quedó la correspondiente más exactamente al almuerzo de modo que fuera hecha ya en el Complexo Xacobeo, nuestro albergue de hoy en Triacastela.
Hemos pues debido ser buenos en la primera mitad de nuestro Camino de Santiago, especialmente Carmen que con su tesón está levantando mucha admiración a quienes escuchan nuestra historia, y seguramente el Apóstol sea el que nos ha premiado con la tarde libre.
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