Mi vida acaba de cambiar. Bueno... Ningún cambio realmente es fruto de la inmediatez ni de la espontaneidad. Al menos no aquellos que están llamados a conseguir cosas grandes para sus beneficiarios. Así que lo que ha ocurrido hoy en el Juzgado de Familia, siendo clave, es la culminación de un largo proceso en el que han tenido cabida tantas circunstancias como son menester cuando, en plena crisis de los cincuenta, uno sigue buscando la felicidad.
Desaforadas entregas no reconocidas como el esfuerzo durante años y años hacían merecer, vidas paralelas a la caza del bienestar por décadas inédito, decepciones, desajustes, búsquedas, encuentros, harpías, gente de bien, amistades, comprensiones y acogidas generosas. Todo ello cabe en un par de años para, mientras te aferras a convicciones que apresan la posibilidad de dar un paso, alcanzas este día de hoy, tenso pero esperanzador.
Antes que este 6 de julio tuviera algún sentido en mi vida, ya venía preparando la experiencia de mi vida: el Camino de Santiago. No sabía que llegaría a León para iniciar esos 310 kilómetros que inicialmente calculábamos y sus correspondientes 13 etapas con este trámite cubierto. El juicio que cambia mi estado social no era imprescindible para que la experiencia jacobea ya tuviera trazas transformadoras. Pero, a un mes del comienzo, esto es un regalo.
Hace casi un año todo comenzó a encontrar sentido. Y un año después espero a que la experiencia compostelana dicte sentencia sobre aquello que late en mi corazón otrora desazonado y ahora apaciblemente feliz. Al fin. Mis cruces, aquellas que abrazo siempre con diligencia, nunca se me hacen tan conscientes como para que me considere en disposición de asumir decisiones que pudieran calificarse de traumáticas. Pero ha tocado.
Mi recordado padre, aquél que me falta desde hace ya seis años, me enseñó a ser trabajador y resignado, tenaz y esforzado, sumiso y entregado a la familia. Y así he sido. Y así soy. Pero se acabaron ciertas secuelas personales que arrastro por aguantar haciéndome el superhéroe que Dios nunca me pidió ser. Echármelo todo a la espalda en interminables jornadas laborales de mañana, tarde, noche incluso madrugada no me ha aportado la felicidad.
En cualquier caso, abrazar la cruz cada Domingo de Ramos es un signo de mi voluntad. Siento con toda aflicción el dolor provocado, especialmente a mis hijos, pero era necesario y aspiro a que todos vayan dándose cuenta que papá infeliz no puede alentar hijos felices. Por eso tocaba cambio. Ahora sólo quiero pasar de puntillas por este día en el que los reencuentros a las puertas de la sala no son el mejor lenitivo contra mi confuso estado de ánimo.
Todo resuelto, pues, ahora es más fácil. Lo primero, que el Camino de Santiago que realizaré desde el 7 de agosto constituya la experiencia reparadora del pasado, reflexiva sobre el presente y decisiva para el futuro. Lo segundo, la lectura que a posteriori sea menester realizar para construir mi vida por venir. Por ello es aquí, en la tarde extraña de día tan importante, cuando comienza un Diario del Camino que no volveré a tocar hasta que llegue en un mes a León.
Mientras, me solazo en el año vivido con Carmen. Su parkinson es mi parkinson. Su asociación es mi asociación. Sus cosas son mis cosas. Han sido doce meses cuajados de su generosidad. Su mano se ha agarrado a la mía para dictar sentencia cuyo auto dice que mi vida tiene futuro. Los encuentros con su gente, mi running... Ahora, con las mochilas, las piernas y el ánimo en preparación, alentamos nuestra ilusión con los hagstag #3enelcamino y #pkjerez.
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