Estoy harto ya de fiestas. Lo confieso. Que me den normalidad. Eso quiero. Me urge. Y estoy incluso dispuesto a considerar que ello me arrastrará a lo anodino, a lo gris, a lo rutinario, a lo plano... Pero sea. Y sea cuanto antes. Un mal necesario me atrevo a considerarlo. Viva lo ordinario, viva el trabajo, viva el día a día, viva todo aquello que no me obligue a la alegría por decreto, a comer cuantas delicias me terminan desequilibrando el aparato digestivo, a consumir hábitos que terminan mandando al garete toda economía sensible al terremoto que estos días atrás ha sufrido el bolsillo.
Acaba el 6 de enero. Al fin. Es momento de recoger todo lo que vistió la casa de modo extraordinario. Es ocasión para reconducir todo hacia aquello que nos permita, ya sí, considerar un nuevo año por delante, lleno de retos y desafíos que constituyen toda una aventura. Pero prefiero centrarme en la aventura de la bendita normalidad. Creo que todos entienden bien a qué me refiero. Incluso sospecho que no serán pocos, de entre quienes me leen en estos momentos, los que se consideren copartícipes de esas sensaciones a las que me refiero. Por ello me lanzo a prodigarme en las excelencias de cuanto nos deja en la 'roá', sin imponernos comportamientos especiales.
Pero ni qué es normal queda claro a poco que uno se ocupe de leer un poco al respecto de asunto mucho más complejo de lo que cabría suponer cuando simplemente me proponía gritar lo harto que estoy de navidades. "Es lo ideal, lo óptimo, cuando todos los elementos del cuerpo, y en este caso de la mente, trabajan de forma más armoniosa y perfecta", acabo de leer. Pero "esto es, como su propia definición dice, una utopía", completa la fuente de marras ocasionándome una cierta perplejidad que, pese a todo, refuerza mi idea. Y si acudimos a Freud apaga y vámonos: "Un 'yo' normal es, como la normalidad en general, una ficción ideal". En fin, lo dicho.
Como se me conoce bien, nadie dudará de mi convicción sobre la dignidad con la que hay que celebrar los misterios religiosos que acabamos de dejar atrás. Pero nadie me negará que el amontonamiento de actitudes que nos sacan de la costumbre, del camino cotidiano, termina haciéndonos muchas preguntas sobre el sentido con el que abordamos éstos y otros acontecimientos a lo largo del año. Así, y sin querer ser aguafiestas durante las jornadas familiares vividas, permitidme ahora gritar mi satisfacción por la conclusión de tan consumista, estruendoso y multitudinario programa de eventos vivido desde que Jerez se lanzó a la vorágine de las zambombas y hasta que las cajas de los regalos acaban de ser llevadas a los contenedores de basura.
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