Supera ya los setenta y tres años y sigo viendo en ella a la más joven que mi recuerdo es capaz de evocar cuando apenas tenía treinta y pocos y miraba a su primogénito siendo crío. El Barrio Obrero era entonces otra cosa, mi padre regresaba del trabajo con aquella sonrisa de siempre y su vientre fecundo fue dando vida a una familia numerosa a la que siempre alentó con gallardía.
Pero el tiempo no pasa en balde y María Luisa, mi madre, se debate entre su intensa actividad de siempre y la mayor tranquilidad que sus achaques le imponen muy a su pesar. Sigue sin entender porqué frenar ahora, aunque lo va consiguiendo con más resignación que voluntad firme. Pero son muchos los males, pequeños o grandes, que minan una salud que, con todo, es notoria.
Su ojo derecho está cosido de recientes intervenciones que, alternando desprendimientos de cornea y cataratas, la tienen apoyada, confiada más bien, en cuanto le dice el otro, el izquierdo, sobre una realidad actual que mira con preocupación y la mente puesta siempre en sus cuatro hijos y nueve nietos, en situaciones laborales y notas, en la salud de todos y en el desarrollo de los críos.
Hoy es Día de la Madre. Y lo cierto es que no pretendía ponerme blando. Pero también lo es que no voy a verla cuanto merece ella ni cuanto yo necesito ni cuanto sería lógico por ser mi madre ni todo aquello que su salud me tiene indicado ni cuanto... Felicidades, mamá. No sé hacerlo mejor como hijo. Creo. Y sólo me hace bien reconocerlo aquí y ahora. Aunque ello no baste. Desde luego que no.
Ojalá hubiera escrito esto cualquier otro día. Esperar a este primer domingo de mayo es como pasarme por el Corte Inglés sólo en vísperas de San Valentín pero... Así ha sido. Y ahora desearía poder hacerte el regalo de mi vista para tu ojo malparado, mi ayuda diaria en casa aunque fuera a costa de que sientas discutida tu independencia y mi palabra de que, aunque vaya poco a verte, estoy contigo.
Un beso de tu hijo Gabriel.
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