jueves, 29 de julio de 2010

De la prohibición catalana de los toros


Palabra de Gaby que me parece muy raro lo que ha aprobado el Parlamento de Cataluña. Y conste que intento, por encima de todo, que no me afecte cuanto me pudiera molestar la legitimidad que encuentren los defensores de los animales en sus planteamientos. Como pretendo que cuanto veo de antiespañolismo trasnochado en los postulados propuestos no me induzcan a mediatizar mi reflexión por la vía de un rechazo irreflexivo a aquello que los políticos catalanes han aprobado haciendo, verdaderamente, historia en este país boquiabierto por lo ocurrido.
Apenas si he ido a una plaza de toros a lo largo de mi vida. Ciertamente no me he interesado mucho por la tauromaquia. Y, a decir verdad, como espectáculo tampoco es que encuentre atractivos que me eleven el espíritu como otras manifestaciones artísticas. El arte de Cúchares ha gustado mucho siempre a mi padre, a mi suegro, a muchos amigos como Manolo Sotelino con el que tantas ganas tengo de compartir lo antes posible un ratito de charla taurinófila. Pero yo no me he sentido especialmente atraído por un lance con estilo, por una valentía rayana la insensatez...
Ni siquiera, a decir verdad, por la nobleza de un toro de ésos que terminan ganándose el indulto por su bravura. Ni siquiera. Pero entiendo que es una expresión genuina de aquello que somos. No unos salvajes, como simplifican algunos catetos. Sino unos herederos de la mejor tradición mediterránea, hijos de la cultura creto-micénica, hermanos de aquellos ribereños del Mare Nostrum que supieron ver en el toro de lidia la sangre de un pueblo caliente, cuajado de valores intrínsecos, dispuesto a poner su vida en riesgo en un ejercicio de notoria admiración al animal.
Me parece, con perdón, que los parlamentarios catalanes han hecho el canelo. Perdón. Pero así lo veo. Han revestido de prolongado tiempo para el debate una cuestión cuya pena de muerte ya se había dictado en el minuto cero. Claro que lo que han hecho los políticos de esa esquina nororiental de España es, para ser más rigurosos, hacer política. Sin más. Y han utilizado, con sus postulados independentistas ahora enconados contra el Tribunal Constitucional y sus recortes al Estatut, la noble intención de los protectores de los animales y un plus de demagogia barata.
¿Se han preguntado qué hubiera salido de semejante intención antitaurina si ésta hubiera nacido del Régimen Franquista? ¿Qué posición hubieran adoptado aquellos que ayer emitieron su voto en el Parlamento? ¿No hubieran exaltado los valores de una expresión cultural de tamaño calibre aunque sólo fuera por, haciendo como ahora política, encontrar una nueva herramienta contra aquello que esos cuarenta años de dictadura representaron? ¿Se han parado a imaginarlo? Háganlo ahora, por favor. Nunca es tarde para abrir los ojos convenientemente.
Pues, al final, aquello hubiera sido un ejercicio detestable de prohibición innecesaria, lo mismo que es ésto aunque maquillado, eso sí, por una sesión parlamentaria. Pero sería bueno que el barniz de democracia que ésta otra situación, la real, observa no nos lleve a creerlo mejor que aquella otra que les propongo imaginar. Prohibir una actividad con tanto aficionado está feo. Defender a los animales no, ni mucho menos. Cargarse una industria es lo peor que puede ocurrir en estos tiempos de crisis. Y hacerlo con una expresión cultural -lo es mal que les pese a muchos- también.
Alguna vez he escrito que viene bien a los cristianos ciertos azotes a sus valores con determinadas leyes y puestas en práctica desde el Gobierno del país. Eso muscula. Pues hete aquí que me temo, por aquellos que habían pensado otra cosa, que puede ocurrir lo mismo con la tauromaquia. Los aficionados catalanes buscarán los corridas en el resto de España como los españoles del tardo franquismo las películas eróticas a Perpignan. Y los taurinos del resto de este país con forma de piel de toro sacarán más pecho que nunca. ¡Habrase visto semejante ejercicio de torpeza!

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