He accedido esta tarde a San Miguel con el ánimo disperso por las mil ocupaciones. Con el demonio del tiempo persiguiéndome demoledor, así dejé la calle para adentrarme en ese cielo en que este templo jerezano se convierte como prodigio que llega mucho más allá de aquellos momentos fuertes en los que hasta sus piedras parecen transfigurarse. Pero es que, además, es Miércoles de Ceniza.
A la puerta Luis Cruz, José Miguel Merino o Jaime Castell ya avisaban de lo que habían sido las visitas de toda una mañana de búsqueda de... qué sé yo. La esposa de Luis me hablaba del incremento de las necesidades de mirar al cielo y, dentro, mi hermano Antonio Montoro alumbraba con su palabra el espíritu. Antes, por la puerta que da a calle San Miguel, lo cierto es que el aire sacaba improvisadas papeletas de sitio con promesas de trascendencia, al menos durante el instante de la visita.
El ser humano tiene entre esas peculiaridades que le hacen el rey de la Creación una ineludible vocación de ascender en sus horizontes hacia cotas de búsqueda de la felicidad muy por encima de los intereses terrenales. Y ello es lo que renové a la entrada en la parroquia, al cruzar la nave del Santo Crucifijo y, muy especialmente, al adentrarme en la verdaderamente celeste capilla del Sagrario.
La tiniebla entre la que encontrar a Cristo que parecía recién salido de la misma patena, la cera encendida indicando el camino hacia Él, el silencio absorto de quienes en ese momento comparecían ante una imagen que, desde la mera madera, lanzaba permanentes interpelaciones a la búsqueda de un mundo mejor... Se estaba tan bien que lo que menos apetecía era volver a salir a la calle.
Estreno la Cuaresma aspirándola como una bocanada fragante reafirmada luego en San Francisco, en San Pedro, en Capuchinos, en La Victoria, en San Lucas... Siempre la llamada, en una tónica de intensiva siembra de espiritualidad, hacia la verdadera consistencia del género humano. Pero a la salida a la calle la realidad imponía el mayor descrédito de nosotros mismos, tan capaces de dejar destrozar tan noble aspiración.
Que la repetición de la experiencia de este Miércoles de Ceniza nos exponga al empeño de no escapar de aquello que realmente somos. El domingo continuaré buceando, regresando a nuestros templos, en la indescriptible vivencia de una vocación que nos abandone en brazos del alma infinita de una trascendencia que, más que fe, demanda, de partida, verdaderos deseos de búsqueda interior. No desaprovechen la oportunidad. Estamos en temporada.
A la puerta Luis Cruz, José Miguel Merino o Jaime Castell ya avisaban de lo que habían sido las visitas de toda una mañana de búsqueda de... qué sé yo. La esposa de Luis me hablaba del incremento de las necesidades de mirar al cielo y, dentro, mi hermano Antonio Montoro alumbraba con su palabra el espíritu. Antes, por la puerta que da a calle San Miguel, lo cierto es que el aire sacaba improvisadas papeletas de sitio con promesas de trascendencia, al menos durante el instante de la visita.
El ser humano tiene entre esas peculiaridades que le hacen el rey de la Creación una ineludible vocación de ascender en sus horizontes hacia cotas de búsqueda de la felicidad muy por encima de los intereses terrenales. Y ello es lo que renové a la entrada en la parroquia, al cruzar la nave del Santo Crucifijo y, muy especialmente, al adentrarme en la verdaderamente celeste capilla del Sagrario.
La tiniebla entre la que encontrar a Cristo que parecía recién salido de la misma patena, la cera encendida indicando el camino hacia Él, el silencio absorto de quienes en ese momento comparecían ante una imagen que, desde la mera madera, lanzaba permanentes interpelaciones a la búsqueda de un mundo mejor... Se estaba tan bien que lo que menos apetecía era volver a salir a la calle.
Estreno la Cuaresma aspirándola como una bocanada fragante reafirmada luego en San Francisco, en San Pedro, en Capuchinos, en La Victoria, en San Lucas... Siempre la llamada, en una tónica de intensiva siembra de espiritualidad, hacia la verdadera consistencia del género humano. Pero a la salida a la calle la realidad imponía el mayor descrédito de nosotros mismos, tan capaces de dejar destrozar tan noble aspiración.
Que la repetición de la experiencia de este Miércoles de Ceniza nos exponga al empeño de no escapar de aquello que realmente somos. El domingo continuaré buceando, regresando a nuestros templos, en la indescriptible vivencia de una vocación que nos abandone en brazos del alma infinita de una trascendencia que, más que fe, demanda, de partida, verdaderos deseos de búsqueda interior. No desaprovechen la oportunidad. Estamos en temporada.
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