lunes, 2 de febrero de 2009

Milagro en Trebujena


Leo esta mañana que militantes de Izquierda Unida pusieron ayer a salvo en el Ayuntamiento de Trebujena, que gobiernan, las imágenes benditas que corrían peligro enmedio del incendio sufrido por la parroquia del pueblo. Manolo Cárdenas, alcalde bajo las mencionadas siglas, se encontraba entre los que entraban y salían a lo largo de un dominguito ajetreado cargado con el patrimonio sacro que pudo salvarse.
Si teníamos un pueblo cerca en el que yo fuera capaz de situar aquella dialéctica de don Camilo y don Pepone, vieja serie italiana que recreaba las discusiones entre el cura de un pueblo y su alcalde comunista, ese era Trebujena. Y no me pregunten porqué. Quizá no más que por tratarse de un pueblo entrañable, no muy grande, con histórica presencia eclesial y con décadas ya de gobierno comunista o al menos de las posiciones de izquierda más acentuadas.
Lo cierto es que nadie ha de considerar esta comparación peyorativamente. No en balde, aquella ficción televisiva estaba cuajada más de cotidiano casticismo que de enconada lucha ideológica. Y cuando ésta última aparecía quizá no ofreciera más que los tintes del encuentro previsible, de las actitudes buscadas, de las diferencias notorias... sí, pero también de esos puntos en común más abundantes de lo que cabría esperar a priori.
La plaza de aquel pueblo, o el bar, eran espacios para el diálogo. Y recordar eso es reconfortante. El cura era una especie de nuevo San Pablo enmedio de los atenienses del Areópago. El alcalde, alguien al que parecía traicionarle el carácter fervoroso de su madre. La relación era una encantadora recreación de una confrontación con sabor a comidilla gratuita, a cotilleo nada peligroso para la convivencia real del pueblo, a cruce de acusaciones con escondido amor correspondido.
Nada tiene que ver la España actual con aquella Italia de hace unas décadas. Pero a mí, automáticamente, se me han reproducido imágenes en blanco y negro de la vieja televisión de casa. Nada tiene que ver aunque, en el fondo, los pueblos siguen siendo el reservorio del más auténtico sentido común. O al menos, ello me gusta pensar. No en balde, a la ciudad se le ha olvidado -me da la impresión- el valor del poso de las creencias como tesoro añejo que preservar sin miedos.
¡Cuánto hubiera dado por saber, sin que por ello fuera necesario daño alguno para imágenes jerezanas u otro patrimonio sacro, cuál hubiera sido la reacción de más de cuatro en los que ahora pienso si se hubieran topado aquí con una iglesia ardiendo!

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