Que la Virgen de la Candelaria, cuya fiesta recoge el calendario litúrgico correspondiente para mañana lunes día 2 de febrero, perdone las pocas luces de nuestro tiempo, tan decidido por momentos a quedarse dentro de aquellas cavernas platónicas que parecían tan superadas por nuevos estadios del conocimiento.
Y que, cuando en la iglesia parroquial de Santa Ana o el templo de La Victoria (donde ayer lo organizaba la Buena Muerte), en los santuarios de San Juan Grande o de la Virgen de el Rocío o allá donde aún no se haya perdido la costumbre y sean presentados los niños a la Virgen, seamos conscientes, verdaderamente, de la naturaleza de aquello que hacemos.
Presentaremos, en cualquiera de esos templos, a niños -gracias a Dios- salvados de la quema de ese aborto que intenta normalizar, cada vez más, la Administración. Mientras tanto, otros han ido quedando y seguirán quedando por el camino. Pondremos ante Ella a niños que, seguramente, no sufran las lacras de la desestructuración familiar, pero éstas también existen.
Llevaremos al templo, como María y José en la famosa escena de las palomas sobre el ara de las ofrendas, a niños para los que podríamos ni siquiera haber temido las consecuencias del estatalismo formativo. Pero éste no sólo existe sino que, además, recibe el respaldo de la Justicia entendida al modo que la muerte de Montesquieu (padre de la división de poderes) promueve.
Esta semana ha sido desestimado, por la Sala Tercera del Tribunal Supremo, el derecho de los padres a objetar que el Estado imponga Educación para la Ciudadanía, que aún no queda claro si también desestima la queja sobre la imposición de una formación moral a nuestros hijos.
En cualquier caso, los magistrados, tres días después de comenzar a deliberar al respecto, llegaron a la conclusión, este pasado miércoles, de que toca tragarnos las ruedas de esos molinos.
Presentar a los niños significa presentar ante la Madre celeste, Ésta que subiremos a nuestros pasos de aquí a sólo unas semanas, nuestras credenciales como padres. Ello es lo que ocurre, o debiera ocurrir, cada 2 de febrero. Pero nos ganan la batalla por todas partes. O, quizá, nosotros mismos nos estemos dejando presos de la impotencia o, peor aún, de la desgana.
(La Voz, 01-02-09)
Y que, cuando en la iglesia parroquial de Santa Ana o el templo de La Victoria (donde ayer lo organizaba la Buena Muerte), en los santuarios de San Juan Grande o de la Virgen de el Rocío o allá donde aún no se haya perdido la costumbre y sean presentados los niños a la Virgen, seamos conscientes, verdaderamente, de la naturaleza de aquello que hacemos.
Presentaremos, en cualquiera de esos templos, a niños -gracias a Dios- salvados de la quema de ese aborto que intenta normalizar, cada vez más, la Administración. Mientras tanto, otros han ido quedando y seguirán quedando por el camino. Pondremos ante Ella a niños que, seguramente, no sufran las lacras de la desestructuración familiar, pero éstas también existen.
Llevaremos al templo, como María y José en la famosa escena de las palomas sobre el ara de las ofrendas, a niños para los que podríamos ni siquiera haber temido las consecuencias del estatalismo formativo. Pero éste no sólo existe sino que, además, recibe el respaldo de la Justicia entendida al modo que la muerte de Montesquieu (padre de la división de poderes) promueve.
Esta semana ha sido desestimado, por la Sala Tercera del Tribunal Supremo, el derecho de los padres a objetar que el Estado imponga Educación para la Ciudadanía, que aún no queda claro si también desestima la queja sobre la imposición de una formación moral a nuestros hijos.
En cualquier caso, los magistrados, tres días después de comenzar a deliberar al respecto, llegaron a la conclusión, este pasado miércoles, de que toca tragarnos las ruedas de esos molinos.
Presentar a los niños significa presentar ante la Madre celeste, Ésta que subiremos a nuestros pasos de aquí a sólo unas semanas, nuestras credenciales como padres. Ello es lo que ocurre, o debiera ocurrir, cada 2 de febrero. Pero nos ganan la batalla por todas partes. O, quizá, nosotros mismos nos estemos dejando presos de la impotencia o, peor aún, de la desgana.
(La Voz, 01-02-09)
No hay comentarios:
Publicar un comentario