lunes, 23 de febrero de 2009

Mis 23-F: recuerdos de La Atalaya


Una infancia en La Atalaya es, hoy en día, un impensable ejercicio de imaginación que, entre museo y museo, apunta a fabulación más que a aquella realidad que evoca a la División de Vinos de Rumasa con sede en ese edificio de aire victoriano que un día fue casa de unos Palomino. Pero esos catorce años de mi vida existieron del mismo modo que aquel empresario roteño de nombre José María terminó construyendo un imperio que causó envidias y sospechas. Y no sé si a partes iguales.
Vivir entre aquellos jardines de los setenta y ochenta, tan despersonalizados tras la expropiación y el propósito turístico, fue tan forjador de la personalidad de este que suscribe que son demasiadas las experiencias de entonces que hoy son referente directo de alguna cualidad con la que Dios me haya querido adornar del mismo modo que, quizá, causa de alguna carencia. Pero, por encima de todo, vivir en La Atalaya (donde mi padre fue portero, aclaro para los que no lo sepan) fue un sueño.
Y corrían aquellos primeros meses del gobierno socialista de Felipe González que ganó las elecciones del 82 cuando la placidez de aquel paraiso comenzó a desdibujarse. Era el mejor signo del desasosiego que también diluía la bonanza del negocio de los Ruiz-Mateos. Por eso, más que recordar cómo fue realmente en mi vida aquel 23 de febrero de 1983, lo que evoco con más facilidad es el marco de una situación en la que cualquier anuncio de las intenciones del Ministerio de Miguel Boyer sonaba a verdadera amenaza.
Mis dieciocho años, a qué negarlo, me tenían más pendiente de la novia con la que iniciaba relaciones y, seguramente, del Mundial de Naranjito que quedó atrás. O de la temporada con la que el Xerez acababa de recuperar la categoría de la Segunda División. Pero no tardarían los hechos que descabezaron el holding en una operación que, veintiséis años después, se sigue sin entender. Sobre todo porque, pragmático que es uno, comenzaba a ver las incertidumbres que se cebaban en mi familia y que venía en el rostro preocupado de mi padre.
Muchos trabajadores fueron los que, a partir de ahí, protagonizaron una diseminación laboral que les fue deparando los más diversos destinos cuando no prejubilaciones inesperadas o situaciones difícilmente descriptibles a día de hoy. Indemnizaciones invertidas en lo que se pudo o dilapidadas en negocios que no funcionaron dan buena cuenta de todo ello. Y, sin embargo, ningún estrés tan grande como el sufrido por José María Ruiz-Mateos, empeñado en una lucha que parecía desmoronar su imagen, y esa familia numerosa pero hecha una piña.
Aquel 23-F fue, en realidad, un lamentable punto de inflexión que, visto en la distancia, no tuvo para Jerez más que el descalabro económico y una desvertebración importante del tejido empresarial del monocultivo vitivinícola. Ocho años después, la situación que dio a luz a aquella huelga del 91 se ocuparía de hacer el resto. La ciudad quedó sumida en una gran tristeza económica y emocional porque, no en balde, aquel paternalismo empresarial tan criticado por algunos no ha encontrado, estoy convencido de ello, sustitutivo mejor.
Este mediodía he podido conversar con Teresa Rivero. Con el marido ha sido imposible. Me decía que no quieren hablar de aquella expropiación y que cuanto ocurrió sigue siendo, hoy en día, motivo de encono en todos los rincones de España. Yo, mientras tanto, le recordaba aquella finca en la que la plácida vida de un niño que creció sobre el césped de sus jardines y entre la ruidosa algarabía de los ánsares, enmedio de la fragancia de sus bodegas y el tic-tac de la colección de relojes, se encontró con un inesperado revés.

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