sábado, 14 de febrero de 2009

Los eucaliptos de Franco


Hoy he vuelto a cruzar el umbral hacia la silvestre realidad de Doñana. Lejos aún de ese Pentecostés radiofónico-devocional que me renueva anualmente el descubrimiento de hace tres lustros, acabo de tener la oportunidad de disfrutarlo antes de que la humedad del invierno abandone el Coto un año más. Y, más frondoso aún de lo que venía apreciándolo en mi periódico encuentro con sus grandezas, hoy lo observé -sin carretas ni micrófonos- con mayor interés en escuchar, en sus silencios, tales evidencias de la mano creadora de Dios.
Subí y baje dunas móviles con el aliento renovado del empeñado en descubrir el más allá del arenal, me quedé absorto lo mismo ante flamencos e ibis que ante la más doméstica vaquería retinta, salté las raíces de los pinos que se alargan a la búsqueda del agua de la marisma, sentí la mirada furtiva de los venados corretones y hasta conseguí, charlando con la octogenaria casera de los González-Gordon en Palacio, recordar que hay vida más allá del asfalto, de la cobertura del móvil y de las complicaciones cotidianas de la ciudad.
Mauricio y Jaime, González tan llegadizos como distinguidos han sido anfitriones espléndidos para un grupo con el que, encabezado por dos arzobispos -nuestro castrense y el nuncio en Kazajistán-, han compartido paseo y almuerzo así como, más tarde, sobremesa plena de evocaciones de aquellos cincuenta en los que esas tierras se preparaban para convertirse en el actual Parque Nacional de Doñana. Ha sido entonces cuando he encontrado el memorial testimonio que me ha invitado a este reconocimiento merecido que acometo.
Es Mauricio González-Gordon un verdadero salvador de la Naturaleza según la conocemos hoy en el Coto. Resulta que, cuando aún no era lo que es, semejante reserva corría el riesgo de no llegar a serlo nunca si no se producía la intervención feliz de quien, más allá de regalar los oídos a Franco en una de sus visitas al lugar, tuvo, en la epístola que nos leía en la sobremesa el veterano amante de la Naturaleza, la herramienta para evitar la barbaridad que preparaba el caudillo: la masiva plantación de eucaliptos.
Las lesivas propiedades de este tipo de arboleda, característica eso sí de un lugar del Coto como la Raya entre Palacio y Manecorro, fueron evitadas por un escrito cuya lectura nos trajo -copa de Lepanto en la mano- la fragancia de aquél aún desconocido empeño ecologista pendiente, por entonces, de la actual generalización entre los ciudadanos. Ahora, en medio de un esfuerzo en este terreno que a veces exagera el tono y decapita la natural relación entre el hombre y la Naturaleza, aquello ofrece balsámicas reflexiones sobre un movimiento que tiene mucho que aprender del pasado.

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