El cansancio con el que se llega al final de este Día de la Navidad es todo un clásico. Han sido largas las horas y ayer fue jornada intensa que dejó mil estampas en la Zambomba de Cope, imágenes que fueron, enmedio de la intensa lluvia de la tarde por cierto, necesariamente empalmadas con la caída de una noche de rituales familiares más o menos engarzados con el sentido fundamental de un momento del año consagrado al Nacimiento del Niño Dios.
Cena desbordadora de una mesa especial si bien la misma -en el fondo- de todos los días del año, velas siendo encendidas entre las figuras del belén de la chimenea mientras cantamos villancicos, abrigo contra el frío de una medianoche en la que buscar la misa en la Catedral mientras se le explica a Carlitos aquello del gallo que le da nombre, noche de descanso reparadoramente interrumpido cuando esta mañana (mediodía realmente) tocaba volver al lío.
Al almuerzo en casa de mis padres siempre se une la fiesta de una reunión deseada. No me falta, sin embargo, de quien acordarme deseando que estuviera cerca en estos momentos. No me falta, pese a todo, alguna alegría que no termina de brotar y que se convierte en esperanza de futuro. Ay, el futuro! Aún me recuerdo anoche, mirando al Niño en los brazos de la Virgen en el misterio de la Catedral. Él sabe de mis anhelos. Él sabe todo. Todo.
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