La instalación de sensores de ruido en ciertas escuelas catalanas me alerta de la feliz posibilidad de un sueño próximo a cumplirse. La noticia me llegaba ayer tras que la visita a una exposición junto a un grupo de niños me impidió, tan cándidos ellos como enemigos del silencio, que pudiéramos escuchar como Dios manda las explicaciones del guía. A la salida, coger el coche y sufrir las bocinas contra el conductor que se quedó 'empanado' cuando el semáforo ya estaba en verde fue un suma y sigue al castigo a mis tímpanos. Y, de hecho, he debido callar a quienes me impedían escuchar en la tele aquello sobre lo que escribo.
El silencio es un gran regalo. Lo siento por quienes se empeñan en señalarme la vocación comunicativa del ser humano como elemento consustancial a nuestra condición. Y es cierto que un hombre de radio no debiera nunca hacer apología de la ausencia de sonido. El problema es que estamos consiguiendo a diario no decir nada mientras gritamos y, por contra, encontrando grandes testimonios desde actitudes que, con muchas menos palabras cuando no desde el silencio más absoluto, siembran con mayor facilidad cuanto de bueno hay en el mundo.
A los chavales catalanes de los centros educativos que adoptan esas medidas, nada coercitivas de las palabras sino estimuladoras de la escucha, no les oigo en la tele nada más que su admiración por lo que acaban de descubrir. Hacer carrera con mi hijo pequeño busco cuando, charlatán como cualquier crío, le invito a una reflexión sencilla: "Carlos, campeón, cuántas bocas y cuántas orejas nos ha dado Dios? A lo mejor él quiere que prestemos más atención a los demás y aprender de cuanto tengan que decirnos en lugar de hablar y hablar".
Creo que el ruido del mundo, cuando nos molesta como me ocurre a mí cada vez más (si es insustancial más aún), nos enseña a no abrir la boca para decir lo que no haya pasado previamente por la cabeza o al menos el corazón. El silencio propio sólo busca respetar a los que tengan algo mejor que decir. El silencio propio es el sosiego personal y también la falta de precipitación ante lo que, pareciendo una agresión, contestada irreflexivamente genera la discusión, motiva la enemistad y conduce en tantos casos a guerras evitables.
Llega ya el momento de callarme. E invito a hacer lo propio a los políticos que prometen lo que saben que nunca cumplirán, a los vendedores de aquello cuya calidad no responde a la publicidad que hacen de ello, a los charlatanes convertidos en artificial centro de atención aunque no tengan nada que aportar. Así que... ssssshhh! Yo al menos ya dije todo lo que pretendía. Toca dejarlo estar. Hacer el silencio y dejaros tranquilos. Eso sí... recordad que si los niños catalanes aprenden a disfrutarlo también nosotros tenemos que intentarlo.
No hay comentarios:
Publicar un comentario