El cielo está en la ribera del Iro. Sí, allí donde se esparcen los pinares en los que a la caída de cada noche siguen retumbando los cañonazos contra el gabacho. Es precisamente allí, donde el latido se enciende entre las rememoranzas de aquellas baterías coloradas pregonando las guerras del pasado y los triunfos del presente a lomos de un caballo metálico por la autovía.
El caballero lucha sin la certeza del éxito, pergeñando prudencias invitadas por la dama a ser rotas. Pero son estremecedoras sugerencias ya apenas soñadas, quedaron atrás y toca persistir en la lucha. Nada está concedido a quien sigue cortando las cabezas de la hidra que impide la felicidad. En la cruenta batalla diaria contra el vil monstruo reside el destino que él abraza.
Son tiempos recios pero esperanzadores en la batalla de los sentimientos. Conste en la bitácora del sediento la convicción de que el oasis está cerca. Sólo de ese modo es posible que, al rumor de las olas que habitan La Barrosa, sean arrulladas las mil mariposas de su estómago hasta hacerlas vencedoras en la guerra contra la infernal bestia de las siete cabezas.
No sé si el cielo puede esperar. Miedo da que no fuera así cuando el estertor de lo temido se convierte en impulso vigoroso que, nacido del hondón del alma inquieta, expulsa la lava incandescente del corazón dolido. Por eso, ahora, sólo vale conjurarse contra el viento y la marea de los pesares superados. Sólo que las mariposas, en efecto, venzan felizmente a la hidra del desaliento.
Aguarda pues, princesa, ameba de esas playas que aún esperan, que el ánimo no está resentido. Que no hay camino desandado sino vericueto tortuoso en la ruta hacia el único destino. Que las mariposas marcan el camino. Que la voluntad es inquebrantable. Que la dicha recrece la dignidad del esforzado. Que no hay más pena que aquella que vale esta lucha.
Precioso Gabriel Alvarez. Que las mariposas custodien tus sueños y te marquen el camino hacia ellos.
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