Resignación y soledad, humildad y deseos de cambio, penitencia y serenidad, sobriedad y alegría contenida, dolor esperanzado. Es tan verdad que el morado es el color de la conversión como que su uso debiera ser más meditado por quienes quieran abonarse a semejante cromatismo dotado de esa excepcional sugestión misteriosa que no encontramos en otros que pudiéramos considerar bastante menos... espirituales.
Podemos creernos haber inventado la revolución. Podemos alardear del descubrimiento de la panacea transformadora de la realidad. Incluso podemos querer convencer al mundo de esas ideas que, ahítos todos de otros colores decepcionantes, tan llegadizas resultan para aquellos dispuestos a abrazar lo que se tercie si esto es distinto a lo existente. El morado nos excita hacia la revolución y de él teñimos las banderas, las camisetas y hasta el pelo.
Pero aquello de la conversión, que es invento muy promovido por el humus judeocristiano que ha permeado en la configuración de Occidente a lo largo de su historia, requiere examen de conciencia. Propio y no ajeno. No existe el acto de contrición por los pecados de los demás haciendo de nuestra propia existencia el ejemplo de corazón limpito que imponer al prójimo. No amiguitos, no. Blandir el color de la conversión parte de la idea de que los errores no son de los otros.
Podemos aceptar pulpo como animal de compañía y coger el rábano de las miserias cotidianas por las hojas de los propósitos vociferados tan alegremente. Pero, a mi humilde entender, lo que mejor podemos hacer, tan cerca como empezamos a estar de una nueva Cuaresma, es pasar revista a nuestra historia reciente y aplicar ayuno y abstinencia a un sistema de convivencia democrática tan necesitado de menos profetas de chichinabo y más penitencia colectiva.
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