Es posible que siempre hubiera imaginado más euforia que estrés en el día del acceso a la Plaza del Obradoiro cumplidos tantos kilómetros caminando desde León, tantas etapas en clave peregrina, tantas emociones y también tantos sufrimientos. Para empezar, salir de Pedrouzo tras haber debido soportar el retraso del panadero constituyó, sin desayuno hasta el último instante antes de abandonar la cafetería, un primer obstáculo para un día en el que nos apetecía arrancar cuanto antes.
Luego la lluvia. Intensa desde la madrugada, nos cayó por partida triple al entrar en el bosque de esos eucaliptos que nos acompañaron hasta Lavacolla. Nos aportaba la humedad que empapó la tierra durante toda la noche. Nos empapó con la que se desprendía de los árboles tan remojados durante tantas horas. Y nos caía directamente desde ese cielo encapotado y gris que nunca preavisa en Galicia sobre cuando acaba el aguacero. Sencillamente se acaba cuando toca. Estés preparado para ello o no. Esto es así.
Escampó, sin embargo, para que la subida al Monte do Gozo nos hubiera permitido, entrando aún en San Marcos, habernos quitado el chubasquero y, en un alarde jacobeo espontáneo, retirar la concha peregrina pintada a mano y preparada por las benedictinas del monasterio-albergue de Las Carbajalas y portada todo el camino prendida en nuestras mochilas. Carmen decidió colgarla en su pecho como si fuera una medalla. Y yo la secundé entusiasmado.
A veces los signos compartidos tienen capacidad terapéutica ante situaciones por venir. Casi de modo preventivo, nos ponen de manifiesto que la unidad entre nosotros, más allá de la común condición peregrina como es lógico pensar en nuestro caso, está por encima de diferencias puntuales que apenas si asoman para poner al descubierto que somos personas, los dos, con limitaciones e incapacidades que reconocer.
Nada contribuya pues a desvirtuar el ancestral sentido que tiene para el peregrino el Monte do Gozo. Pese a sus pequeñas decepciones. Prima ahora en él el monumento que conmemora aquella JMJ de 1989 presidida por San Juan Pablo II. Y allá que llegan los ruidosos grupos multitudinarios o los bicigrinos en patulea que, de un modo u otro, arramblan con la pequeñez que el peregrino solitario o en pareja ha ganado kilómetro a kilómetro. Todo ello para mal ver, en la lejanía y entre árboles, Santiago de Compostela.
La ventaja de hacer el Camino en soledad o en la compañía apenas de otra persona más reside en que cuando, hecha la foto familiar, los macrogrupos comienzan a descender con prisas hacia la ciudad, los empeñecidos por la corta compañía o la humildad ganada en soledad tenemos aún algo pendiente en el Monte. Todo un regalo que se les escapa a los superficiales que mirando al horizonte santiagués se pierden algo que tienen tan cerca pero les pasa inadvertido.
No sé porqué razón ha quedado tan apartado del circuito de los peregrinos ese otro monumento que andábamos buscando y no entendíamos porqué razón eran tantos los que se marchaban sin siquiera preguntar por aquellos gigantes broncíneos de gesto eufórico y, desde allí sí, con Santiago de Compostela y su catedral churrigueresca a la vista. Tardamos un poquito más en abandonar el Monte do Gozo, pero mereció la pena.
El retraso se sumó a las circunstancias urbanas que comenzaron a envolver al Camino y que nos hizo confusos aldeanos que parecieran no reconocer el ruido, el olor y el color del tráfico. El peregrinaje jacobeo prefiere marcos genuinamente rurales. Es mi impresión. Había que registrarse al paso en el albergue, casi sin quitarse las mochilas que había que continuar hasta el casco histórico y, en él, subir desde la Porta do Camiño por la Rúa das Casas Reais, Cervantes, Azabachería, plaza de la Inmaculada, las gaitas, la gente que nos recibía y el Obradoiro. Al fin!!!
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