Bien sabíamos que el Camino de Santiago había de transformarnos. Por ello era preciso que todo nuestro ser supiese del zarandeo que merecíamos de manos del Apóstol. Y si nuestro interior estaba ya predispuesto a ello, que la experiencia llegaba en el momento justo, cómo no pensar que todo cuanto llevamos en la mochila tendría igualmente que ser pasado por el tamiz de semejante conversión. Así es que recibo con gozo la oportunidad, que se ha hecho esperar hasta el penúltimo día, de sacar los chubasqueros. La lluvia nos recibió antes de alcanzar Melide, en el ecuador de la undécima jornada, la que comenzamos en Palas de Rei y nos ha traído a la tierra quesera de Arzúa.
La bendición del agua, cayendo bajo las pautas genuinamente gallegas de ese sirimiri que nos metió en humedades casi sin darnos cuenta, de menos a más, casi partiendo de una especie de rocío mañanero venido a más, es una alegría. Es agua bien recibida por los cultivadores de maíz o frutales como los manzanos y perales que no cesan a un lado y otro del camino. Y aunque también es agua que no en pocas ocasiones genera tragedias en las familias que viven del mar cada vez más cercano, cuando la adversidad meteorológica se crece con trazas de encabritamiento contra quienes sacan del Atlántico o del confín del Cantábrico el pulpo tan rico en Melide o el bacalao de mi empanada para el almuerzo, lo cierto es que la hemos visto hoy empapar los prados de modo bonancible para mantener pintada de esos verdes maravillosos esta tierra gallega.
Era jornada larga en la que tampoco convertiré la lluvia ahora en un deseo que nos mostrara en modo alguno buscando el sufrimiento. No es ésa la tesitura en que mejor, creo, se entiende el Camino. Se busca la austeridad y el esfuerzo. Pero no el sufrimiento. Éste llega sólo. Sin ser llamado. Y se acepta. Como la vida misma. Pero procuramos que nunca turbe nuestra alegría peregrina. "Botella medio llena, Carmen!", sugiero a mi compañera cuando toca aguantar alguna dificultad. Mientras tanto, para a nuestro lado alguien con una camiseta que reza 'No hay gloria sin sufrimiento'. Pues vale. Quien la porta es uno de aquellos que apreciamos que marchan como las mulas tiran de las carretas del simpecado, con esos característicos tirones y las paradas que hagan falta. En El Rocío, las que son tiradas por bueyes otorgan un ritmo más lento pero más constante. Así caminamos nosotros en dirección a Santiago.
Atrás han ido quedando hoy Palas de Rei, donde nos despedimos esta mañana de Manuel, el hospitalero del Albergue Mesón de Benito que recibe y atiende haciendo uso de un flemático humor gallego cargado de perlas que es preciso estar atentos para no perderse. También superados ya Casanova, Leboreiro, Furelos, Melide, Parabispo, Buente, Castañeda o Ribadiso da Baixo y Arzúa. Estamos en el albergue Los Caminantes, en el que ya preparamos la penúltima noche antes de llegar a la Plaza del Obradoiro. Hospitalera tiene este establecimiento. Ana se llama. Su humor es de otra pasta. Y su carácter la convierte en un torbellino que va y que viene para que el peregrino no eche en falta nada que pueda necesitar. Entra y sale y no hay vez que pase ante el butacón que ocupo para escribir estas líneas que no termine pidiéndome disculpas. "Usted escriba, escriba, que yo procuraré no molestarle!", dice.
El hospitalero del siglo XXI es otra cosa, supongo, pero en esencia lo mismo: alguien que no echa cuentas de comprobar si le compensa tanto esfuerzo. Hay de todo pero yo veo la botella siempre medio llena.
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