Es posible que dos horas y cuarto de autobús entre Santiago de Compostela y Finisterre descompongan más el cuerpo que toda una jornada del Camino recién concluido. Cualquiera de las trece etapas. Doy fe de ello. Acabo de descubrirlo. La tradición jacobea dice que, per secula seculorum, los peregrinos no concluían en la catedral que tan bellamente llama el deán, don Segundo, "la Casa de Santiago". Seguían caminando hacia el fin de la tierra conocida entonces.
Hoy en día pueblan cada mañana la enorme y muy operativa estación de autobuses compostelana y la empresa Mombús hace el resto. Lo cierto es que esto no me parece decisión ni de turigrinos ni de pilgrimpijos. Son cosas que emanan de la lógica que señala final en Santiago, junto al Apóstol, y episodio a 80 kilómetros de allí, en la Costa da Morte, allá donde, tras tanto monte y actividad agropecuaria, llega la mar y la vida pesquera y mariscadora.
Conocer estas otras realidades gallegas no son turismo para el peregrino. Más bien suponen encardinación del objetivo principal en un nuevo marco que es preciso cruzar con los ojos bien abiertos, con los poros de la piel bien dispuestos a que no se escape sensación alguna. Por ello no acudiremos Carmen y yo a Muxía, tan popular desde que el chapapote tiznara las aguas en las que hoy hemos visto las plataformas mejilloneras y los barcos sin faenar. Supongo que por ser domingo, que en estas tierras eso se respeta mucho.
En dirección hacia el punto de la península ubicado en el enclave más occidental, en que los gallegos llaman Fisterra, han ido asomando Noia, Muros, Cee, Corcubión... En el bus, los peregrinos no hablan de las circunstancias del Camino. Sentirán todos la misma rareza que nosotros. Todos acuden, sin embargo, al encuentro con cuanto sea menester desprenderse.
Es difícil de entender la capacidad transformadora del Camino de Santiago. Y, por tanto, extremadamente complejo explicar ahora, aquí, qué hacemos en Finisterre. Los monstruos marinos protagonistas de las pesadillas medievales quizá apenas sean, salvo ese gran devorador de hombres cuyas vidas ha sesgado el mar mientras faenaban, aquellas sombras que cada peregrino deja allí, en la pira purificadora a la puesta de sol.
El Museo de la Pesca, en el Castelo de San Carlos, al otro extremo del paseo marítimo de Finisterre que es aquél desde el que más directamente se llega al propio cabo, a su faro, nos detiene casi sin proponérnoslo mientras localizábamos el lugar jacobeo pretendido en el que poner colofón a nuestro Camino. De pronto, piezas óseas de ballenas y otros 'monstruos', fotos ancestrales sobre las penurias de la vida de las familias de pescadores...
Quiso el Apóstol que no nos fuéramos 'de rositas' del pueblo antes de afrontar los tres kilómetros de subida al faro. Pero primero, a empaparnos del paisanaje de Finisterre y su más genuina vida. La flota es amplia aún. Se observa en el coqueto puerto. Para entonces el paisaje ya nos había cautivado lo suficiente. Y arriba, de hecho, ha sido elemento paliativo sustancial una vez hemos descubierto en qué se ha convertido el mojón del Camino con el simbólico kilómetro cero: un photocall para domingueros que, en buena parte de los casos, no han hecho un sólo metro en la ruta jacobea.
Nada, sin embargo, hace sombra a nuestro encuentro personal, de pareja, como gente de fe peregrina, en el tránsito hacia una vida nueva, que ha verificado, potenciado y culminado este Camino de Santiago. Y, sin embargo, nadie lo crea conocido de nuestra mano. Todos tenéis uno por descubrir. Ultreia, peregrinos de la vida!
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