El Paseo do Espolón, que tal y como entra en Padrón el Camino portugués abre la efigie cojonuda de Don Camilo (dos grandes bolas lo escoltan), tiene otro monumento a las letras en el extremo opuesto, el que da la espalda al muro exterior de la nave del Evangelio de la Iglesia de Santiago. Y ella, Carmen, la prefiere al otro. Es Rosalía de Castro. Son otras letras, es otra impronta, otra dulzura.
De un tiempo a esta parte digo que no quiero en mi vida nadie que no haya sufrido. No es colmillo retorcido. Es valoración del fruto de quien aprovecha los palos de la vida para blandir ese pensamiento profundo que enriquece sin apoyarse en naderías, afianzándose en aquello que, de verdad, merece la pena. Y Rosalía, para empezar, asoma a este mundo como bautizada inscrita sin padres conocidos.
"Es más fuerte, si es vieja la verde encina; más bello el sol parece cuando declina; y esto se infiere porque ama uno la vida cuando se muere". Leerle cosas como ésta nos hace entender que hay que ser constante en el empeño de abundar en su obra. Que hay mucho que aprender en sus 'La flor', 'Cantares gallegos' o 'En las orillas del Sar' que es justo donde está su monumento.
Si luego te giras, complacido del encuentro con la poetisa galega por excelencia, hacia la izquierda te encuentras el rio. Contémplalo y escucha, diríase que sus aguas se saben los poemas de memoria. Es más, lo que realmente me parece es que los versos de Rosalía se hubieran licuado para ocupar el cauce que une, a través del Ulla, la ría de Arousa con el mismísimo Santiago de Compostela.
Meses después de aquel Camino siempre nos quedará la encina, tan bella por vieja como por verde. Y el gusto por ese sol que, a esa hora precisamente, se ponía anaranjando los brillos de modo tan especial. Y la vida tan valorada cuando ésta ha avanzado enseñando tantísimas verdades. "Es feliz el que soñando, muere. Desgraciado el que muera sin haber soñado", Rosalía dixit.
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