Vivir es aprender a perder lo que ganaste. Lástima que uno no se da cuenta de ello hasta que la cosa se ha puesto tozuda en el empeño de seguir llenando el zurrón de lo propio. Y aún podría quedar pendiente que la bajada de tensión que alimenta hoy la felicidad no olvide hipotecas con aquellos que son los tuyos y que, sin poder permitirse tu nueva visión cincuentona de las cosas, han de seguir creciendo.
Pero vivir es, cada vez lo tengo más claro, aprender a perder lo que ganaste. Incluso incitarlo. Provocarlo. Alentarlo... Y es entonces cuando coges una camisetilla gris y, con la mochila justa, aprendes esa austeridad que depura viejas ambiciones de tres al cuarto y desvistes al hombre viejo que has dejado por el camino de las galas antiguas cuya apostura adoptada entonces igual hoy hasta me enrojecen.
Dónde haya quedado, al llegar a esa pintoresca fuente, el impenitente dogmático que fui es un misterio de no fácil desciframiento cuando la pinta mía alcanza la gloria de terminar pareciéndose más a la de la lugareña que friega mirándome entre curiosa y socarrona. Ella me habla del tiempo. Pero sé que pulsa mi aliento, mi ánimo, mi motivación. Y lo hace tan poco pretenciosa que me invita a contarle cosas.
Albert Espinosa es un escritor prolífico que ha conseguido llevar obras suyas a series televisivas de éxito como aquellas 'Pulseras rojas'. Su genio vital, enarbolado exuberantemente en 'El hormiguero', me ha dejado noqueado a sabiendas que sus tres cánceres sucesivos, la ausencia de una pierna, el pulmón perdido o el hígado hecho trizas le han dado más que lo que le han quitado a su salud tantas desgracias.
Acaba de decirlo: "Vivir es aprender a perder lo ganado". Algo parecido me tenía muy dicho mi compañera en la vida, cuyo Parkinson nos deja perplejos regalándonos una y otra vez oportunidades de oro para no desperdiciar ni un minuto en ambiciones memas o ganancias que no alimentan más que la infelicidad. Ella hizo esta foto. Lo vio claro en plena cháchara lugareña con la señora de la fuente.
Su cerrado acento galego, tan dulce sin embargo, me ha generado, meses después de esa parada estival, la fantasía de una conversación que no fuera tan intrascendente como mi gesto, aparentemente más empeñado en cerrar bien la cantimplora y colgarla en el lugar indicado. Ahora estoy convencido que me decía justo lo mismo que Albert y Carmen: "Rapaciño, vivir es aprender a perder lo que ganaste!".
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