El Pedrón, ara romana en la que dice la tradición fuera amarrada la barca que trasladó los restos de Santiago desde Palestina de la mano de sus discípulos Teodoro y Anastasio, es un buen ejemplo. Lo es de una verdad tangible que se me ocurre a bote pronto mientras la miro: no siempre es malo chocar con la misma piedra.
De hecho estoy deseando volver a paladear momento tan singular como el vivido en su día en Padrón, bajo el altar mayor de su iglesia jacobea. Los porqués quizá sean cosas mías. O no. Qué sé yo. Lo cierto es que algo tiene la piedra cuando persevera en el tiempo manteniendo en clave legendaria su mensaje.
El desgaste ancestral de lo pétreo, ése que patina de condición añeja cualquier granito, no acaba con el testimonio. Por ello da tiempo a que 2.000 años después ese monolito tenga cosas que decirnos mal que nos pese que el rigor histórico parece haberse desmoronado con más facilidad. Siempre nos quedará la leyenda.
Otras, sin embargo, son las piedras contra las que volver a chocar nos da coraje, nos enrabieta. O, si hemos madurado lo suficiente, podríamos llegar a darnos de bruces sin despeinarnos. Pero lo que dice aquella máxima que nos hace los únicos animales capaces de tropezar en los mismos errores una y otra vez es otra cosa.
Y, con todo, sabéis cuál es la peor piedra contra la que podemos temer encontrarnos? La del miedo a tropezar, la inmovilidad no vaya a ser que erremos, la paralización preventiva. Cuando se te ocurra sacar pecho haciendo gala de la experiencia que impida nuevos errores, nunca olvides que más importante será siempre saber levantarse de nuevo.
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