No debo comenzar a escribir con un "no encuentro palabras". Es declaración de incapacidad improcedente cuando sólo me impulsa, de un tiempo a esta parte, la necesidad de comunicar convicciones claras.
Pero sigo sin localizar el verbo adecuado tras el debate parlamentario para la derogación de la prisión permanente revisable. Pese a que entiendo la actitud de personas de compromiso firme con la reinserción.
Tengo amigos que trabajan más allá de las rejas como responsables o colaboradores de la Pastoral Penitenciaria. Y la esperanza preside esa labor que, de otro modo, no tendría sentido. Estoy convencido de ello.
Pero lo revisable debiera ser garantía de análisis sensato y, por ello, causa objetiva de consideraciones optimistas para todos: los reclusos, los que creen en la conversión y quienes en la calle temieran reincidencias.
Por lo demás, no utilizaré el nombre de ese ángel tocayo mío almeriense ni tampoco el de otras tantas víctimas de lo más descarnado y ruín del género humano. Que mi conmoción no me lleve a ello, por Dios.
Pero tampoco me callaré ante quienes, desde atril parlamentario y en representación de los ciudadanos, puedan llegar a ser tan grandes hijos de puta. Con el debido respeto para las señoras que se dedican a ello.
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