martes, 13 de marzo de 2018

Al día siguiente no murió nadie

Saramago reafirma mi talante descuidado ante el final de la vida. Convertir su acción, o esa hipótesis de inacción absurda e intermitente, en un juego casi simpático, de los que hacen pensar en el óbito con más curiosidad que miedo, subraya lo que desde hace tiempo reflexiono al respecto.

Pudiera parecer el desparpajo provocador en el que uno ha caído desde cierta actitud adoptada ante la vida de un tiempo a esta parte. Pero no lo crea el lector que gusta de escudriñar en mis entrelíneas. Lo cierto es que hace tiempo que pienso en el deceso propio sin estremecimientos ni recelos.

Tampoco caiga en el error de interpretar fatalismo alguno en mis palabras. Nunca más lejos de la realidad, sobre todo cuando uno alcanza la serenidad de semejante madurez tan llena de sobresalientes efectos terapéuticos. Y lo pasado, pasado. Pesimismo al hoyo y el vivo al bollo.

Ha sido leer 'Las intermitencias de la muerte' y encontrar mi talante en el espejo que deja, negro sobre blanco, el prohombre de las letras lusas. Juguetea con actitudes tradicionales que han de sobreponerse a la sorpresa de una muerte que dejara de matar inesperadamente.

En un país sin nombre ocurre lo nunca visto: la muerte suspende su trabajo letal, la gente deja de morir. Y entonces la euforia por las consecuencias. E, inmediatamente después, la desesperación y el caos, las conciencias corrompidas y la mafia. Y ello también por sus consecuencias.

Convencidos que vejez o enfermedad eternas no son causa de alegría, sonreímos para sorpresa propia por la vuelta al tajo de la afilada guadaña y su operaria. En el otoño de su vida, maneja el autor sus emociones y parece preparar su marcha cinco años después de escribir esta novela.

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