De nada sirve el remanso vacacional si no es desde la convicción, asumida desde el minuto cero, que hacer descender el biorritmo para acomodarse a la necesaria recuperación física y mental que buscamos cada estío conducirá más pronto que tarde a la realización del consecuente esfuerzo posterior por levantar cabeza para comenzar un nuevo curso de actividad laboral y de todos esos ámbitos que, de septiembre a julio, vengo a denominar con un título genérico: la normalidad.
"Eres un cenizo, Gaby", acaban de decirme aquí, mientras escribo recordando que apenas restan veinte días para la vuelta al tajo. Pero es la verdad, cuando has consumido ya un par de semanas de ese anual descanso tan esperado aparece ese extraño bichito llamado conciencia. El aviso siempre llega en el momento del solaz, cuando uno está más desconectado. Se te cruza ante la vista un almanaque y terminas liándola. Sin necesidad aún, todo hay que decirlo. Pero es así.
Queda más de lo consumido pero algo comienza a apuntarte que no conviene que te duermas. Tu biología, tu psique, tu... Qué sé yo qué narices es lo que activa una necesidad de ir ascendiendo en tu compromiso con la normalidad. Pero ocurre. Y no es necesario que falten solo un par de días para tu incorporación. A la vista está. Es víspera del día de la Asunción y es como si uno supiera que, traspasado el umbral de este puente, los días de agosto que restan comenzarán a correr.
Ascender no es malo. La normalidad menos aún. Que ese tono positivo me redima. La necesidad de las vacaciones son tantas como, pese a que el chip cambió para bien, el regreso a aquello que nos marca la cotidianidad. Somos así de desgraciados. O no, o realmente lo que somos es animales de costumbres. Mientras, seguiré disfrutando de lo que vaya pudiendo. Mientras, seguiré en las reflexiones que me entretienen la mente y condicionan este verano.
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