Nunca me gustaron las endogamias que algunas de las manifestaciones del costumbrismo andaluz pueden llegar a generar. Ni un cofrade que sólo vea las maneras de esta expresión tan genuina sin aprovechar para buscar en el fondo de esos valores la posibilidad de alumbrar su vida cotidiana con actitudes aprovechables ni un rociero que más allá del sombrero de ala ancha o el caballo no encuentre la esencia de lo que festejamos son ejemplos que me valgan.
Y sin embargo cuando a lo largo del año camino de rueda de prensa en rueda de prensa mi apostura hiniesta a veces esconde el penitente que, llevándolo siempre dentro, es capaz de resistir la presión de un stress que, de otro modo, acabaría conmigo. O cuando el peso de las responsabilidades recaen del modo que lo hacen sobre mis hombros no puedo sino imaginar que, en las chicotás de la vida, hay que poner toda la carne en el asador.
Llega El Rocío y la Romería de Pentecostés se convierte este año en la oportunidad de encontrarme conmigo mismo con la mirada perdida de ése de la foto que, más allá del horizonte visible, quiere imaginar un futuro feliz para todos. Y si los ojos, que no se ven, suscitaran la idea de no ver mucho realmente lo cierto es que enfocan con la intención de recuperar la vista en los términos más adecuados. Las carretas se han ido del Barroso y, antes de reiniciar la marcha tras el Ángelus, la mirada se les adelanta.
Faltan poco más de cuatro días para que vuelva a repetirse escena parecida. Y la fortaleza redentora del Camino de Doñana, nada que no venga de la Reina de ese jardín que saldrá al paso de cada uno de los romeros, huele ya en el ambiente expectante de quienes, como yo, nos preparamos, tengamos las motivaciones que tengamos en cada caso, para calzarnos los botos, ajustar el sombrero y, sobre todo, encontrar en la medalla, como el de la foto, la verdad de todo esto.
Yo te diré, Rocío. Tú me dirás, Señora!
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